LA tradición cristiana y el adoctrinamiento católico me enseñaron que Dios era todopoderoso. Que en su mano estaba la vida o la muerte, el sufrimiento o el gozo. Él, en su divina providencia, había diseñado nuestro insospechado destino. Y, en ese afán, las personas transitábamos por la vida experimentando las pruebas que el Creador nos había ido poniendo en el camino.

Llevado al extremo tal principio, los humanos deberíamos ser “temerosos” de un Dios omnipotente. Se nos aleccionó en diferenciar entre el bien y el mal y se nos dijo con gravedad que hacer una cosa o la otra tenía sus consecuencias; el cielo o el infierno. Lo cierto es que aquel dogmatismo tuvo en mí poca influencia ya que en mi pensamiento -mantengo que soy un descreído- contraponía el concepto de “autoritas” al “Dios bueno” cuya “infinita misericordia” debería impedir cualquier consecuencia que no fuera amor y, por supuesto, el castigo.

Un amigo abogado me dijo un día que ser juez o jueza es lo más cercano que él interpretaba a ser “dios”. “Cuando una mujer o un hombre -me decía- , igual que tú y que yo, se pone una toga y se sienta en un tribunal, se transforma en un ser todopoderoso”. El legislador redacta las leyes. Las aprueba. El magistrado/a no solo las hace cumplir sino que las interpreta. Puede acertar o equivocarse, como cualquier mortal, pero sus decisiones trascienden. “En su mano está, por ejemplo, suspender la libertad de una persona. Conducirla provisionalmente a la cárcel separándola de su familia, de su entorno. Eso es muy duro. Y no hablo de una sentencia recurrible o firme sino de una decisión en un momento de instrucción”.

Mi interlocutor sabía muy bien lo que decía. En tiempos pasados había accedido a la judicatura por el tercer turno, una fórmula de ingreso directo aprobada en 1985 por un gobierno socialista que pretendía abordar la imperiosa carencia de personal en la administración de justicia reclutando jueces a granel en el universo de abogados. El peso del cargo, y el hecho objetivo de que ganaba más dinero en un bufete como abogado, le hizo abandonar aquella aventura profesional. “Sin embargo -me señalaba- hay gente a la que el peso de la púrpura les motiva notablemente y ahí es donde la vanidad humana puede generar importantes disfunciones”. La administración de la Justicia por jueces y juezas es, por lo tanto, una encomienda extremadamente sensible en la que el factor humano puede inducir a errores lamentables.

Que una magistrada como Ángela Murillo tenga opiniones fundadas en relación al terrorismo y que las exprese de forma vehemente no le incapacita para ejercer su profesión. Lo que jamás debería haber ocurrido es que tales creencias fueran explicitadas de manera despectiva y pública en el marco de un juicio, marcando la parcialidad de un tribunal que finalmente terminó condenando a Arnaldo Otegi, Rafa Díez, Arkaitz Rodríguez, Miren Zabaleta y Sonia Jacinto a penas de diez y ocho años respectivamente.

Las recusaciones presentadas ante la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo y el Constitucional por la evidente “contaminación” de la presidenta de la Sala cayeron en saco roto por razones insospechadas y las garantías procesales quedaron en entredicho. Agotadas todas las instancias de apelación, ha sido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos quien ha sacado los colores -una vez más- a la Justicia española dictaminando que los encausados en el denominado caso Bateragune no tuvieron un juicio justo y que sus derechos fueron conculcados por la falta de imparcialidad del tribunal. Todo un varapalo por el que nadie se ha disculpado. Porque, como afirmara Arkaitz Rodríguez, ¿quien devuelve a los condenados los años de prisión injustamente cumplida?

La judicialización del procès catalán, a falta de celebrarse el juicio oral, lleva un camino similar al ahora desacreditado por la corte de Estrasburgo. La calificación de las partes -Fiscalía, Abogacía del Estado y acusación particular- sobre los presuntos delitos cometidos por los políticos catalanes (algunos de ellos llevan más de un año en prisión provisional) evidencian claramente un dislate que solo puede entenderse en clave política. La tesis que soporta la acusación argumenta que las 18 personas procesadas fueron responsables de unos planes que tenían como objetivo la rebelión y sedición contra el Estado español. Planes en los que también intervinieron los Mossos d’Esquadra, las organizaciones Omnium y Asamblea Nacional de Catalunya y decenas de miles de ciudadanos movilizados en protestas “perfectamente planificadas”.

Los hechos que dan como supuestamente probados estuvieron -según la Fiscalía- salpicados de violencia, agresiones, tumultos e intimidación. La palabra violencia o sus analogías aparecen en una veintena de ocasiones en el escrito del ministerio público, algo sustancial para poder mantener una acusación por rebelión.

Los acusados, con Oriol Junqueras al frente -resulta inaudito que en el escrito de la acusación ni se cite a Puigdemont- planearon, siempre según la Fiscalía, un alzamiento violento, insurrección que, sin embargo, jamás se produjo a pesar de haber tenido oportunidad de que ocurriera. Y no aconteció porque todas las decisiones adoptadas por los líderes independentistas fueron siempre consecuentes con una dinámica pacifista. Los dirigentes del procès tuvieron en su mano provocar un estallido violento pero no lo hicieron en ningún caso. ¿Pudieron incitar una rebelión? Sí. ¿Lo hicieron? Rotundamente, no.

Lo mismo ocurre con la acusación de “sedición” que exige el precepto de “alzamiento tumultuario”. ¿A qué se refiere el Código Penal con señalada cita? Del escrito de la Abogacía del Estado -y también de la Fiscalía-, se interpreta que las movilizaciones pacíficas celebradas en Catalunya obedecieron a tal definición. Por esa razón, cualquier manifestación democrática masiva que implique hoy una protesta civilizada podría ser calificada en lo sucesivo como “alzamiento tumultuario”. Vergonzoso.

Tras leer los 127 folios de argumentación de las acusaciones, la conclusión a la que he llegado es que todo resulta delirante y de manera especial la secuencia en la que se pretende involucrar a Jordi Sànchez y Jordi Cuixart en una supuesta trama virulenta cuando los hechos demuestran lo contrario (incluso se malinterpreta el discurso de apaciguamiento que, megáfono en mano, Cuixart pronunció a los concentrados alrededor de la Conselleria de Hacienda). Totalmente febril. Si no hubiésemos visto por televisión las cargas policiales el 1-O, se nos podría confundir pero con el impacto mediático de la represión causada por la Policía española nadie puede creerse que los acusados llamaron a la movilización del primero de octubre “propiciando y buscando un enfrentamiento directo entre multitudes de ciudadanos y la policía” en una actuación de “acoso, intimidación y violencia” ¿Cómo es posible tergiversar tan burdamente la realidad?

La ausencia de un diálogo político, imponiendo la unilateralidad en el abordaje de los problemas de convivencia nos ha traído hasta aquí. Hasta la judicialización de la política. Y cuando las diferencias políticas se llevan a los tribunales, se termina por politizar la Justicia.

Hemos escuchado hasta aburrirnos que la Justicia es independiente, que hay separación de poderes y que en este principio se sustentan las raíces democráticas. No lo dudo. Pero la Administración de Justicia en España está dando muestras bastantes de estar al servicio del poder establecido. Ya sea este el gobierno de turno o los fácticos bancos, como se acaba de demostrar en el lamentable espectáculo protagonizado por el Tribunal Supremo en relación al pago tributario de los actos jurídicos documentados en materia de hipotecas.

Las constantes correcciones y casaciones que desde las instancias europeas se están produciendo a pronunciamientos estatales demuestran el sesgo de parcialidad de muchas de las actuaciones jurisdiccionales españolas. Va siendo hora de que la Administración de Justicia en el Estado se renueve. Que se modernice y rompa con los imperceptibles pero existentes lazos de complicidad de intereses políticos y económicos que guían sus actos. Que se independice de una vez por todas y alcance los estándares democráticos existentes en la Unión Europea. Que deje de creerse un ente “todopoderoso” para servir con humildad al conjunto de la ciudadanía. Así podría recuperar la confianza perdida.