LA constatación por los cinco juristas -Mikel Legarda, Iñigo Urrutia, Arantxa Elizondo, Alberto López Basaguren y Jaime Ignacio del Burgo- designados por PNV, Bildu, Podemos, PSOE y PP para elaborar un texto articulado de reforma del Estatuto de Gernika de la dificultad que conlleva alcanzar un consenso no pasa de simple constatación de la evidencia. De hecho, ese consenso será imposible si se pretende universal y se obvia una triple realidad: la histórica del propio Estatuto que se busca reformar, toda vez que en 1979 tampoco gozó de apoyo político unánime; la de su desarrollo práctico durante cuatro décadas, que también ha sido víctima de diferentes lecturas e interpretaciones, lo que ha impedido aún hoy, 39 años después, su cumplimiento; y la de la sociedad vasca actual, en la que los deseos de más autogobierno han adquirido un respaldo político mayoritario incluso más nítido que lo que refleja su propia representación parlamentaria. Ahora bien, la evidencia de esa triple realidad es precisamente la que debería evitar que se traslade a la labor de los cinco juristas el bucle político que ha envuelto la ponencia de la que surge la encomienda de elaboración del texto articulado. Porque no se trata de constatar las diferencias ideológicas o identitarias que fundamentan la dificultad de consenso -y que Del Burgo ya se encargó ayer mismo de hacer patentes- sino de hallar el encaje jurídico que permita hacer sitio a todas ellas, es decir, que sortee la imposición de un modelo, sea este el preferido por una mayoría de vascos que, sin embargo, no obtendría el refrendo de la mayoría política en el Congreso español, o el de esa mayoría estatal que, sin embargo, tiene una traslación social minoritaria a Euskadi. Así la dificultad se matiza e incluso se diría menor de la que enfrentaron los encargados de redactar el Estatuto de Gernika hace treinta y nueve años porque bastaría, por ejemplo, con dar traducción jurídica -y política- a la evolución hacia la tolerancia y la integración que ha experimentado desde entonces y hasta nuestros días la sociedad vasca, apartando tótems que no llevan sino al inmovilismo y la perpetuación del problema. Pero esa predisposición exige comprender, admitir, previamente que la legitimidad de las mayorías, aquí o allí, implica el respeto a quienes, aquí o allí, no forman parte de ellas y el compromiso de evitar que las minorías, aquí o allí, acaben resultando sojuzgadas.
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