LA Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea (UE) de octubre se cierra, en lo que al Brexit respecta, como la de septiembre. Y el temor a que no haya un desenlace distinto en la de noviembre es real, lo que dificultaría enormemente los plazos para que el Parlamento británico pudiera aprobar una solución pactada para la fecha definitiva del 29 de marzo. La del Brexit se antoja la historia de nunca acabar que desnuda la verdadera razón de las dificultades de la construcción europea. No se trata una motivación económica. O no solo. Si así fuera, Gran Bretaña, con una deuda que supera los dos billones de euros, ni se plantearía mantener una postura inflexible, porque le lleva a una salida de la UE sin acuerdo bilateral y, en virtud de las condiciones previas pactadas, al pago de la mayor parte de los 44.300 millones de euros del coste de la ruptura. Es la sempiterna combinación de la política interna de los Estados con la intrínseca resistencia de estos a la cesión de soberanía la que impide el acuerdo más de dos años después del referéndum del 23 de junio de 2016 en Gran Bretaña y transcurridos 19 meses desde que el 29 de marzo de 2017 Londres apelara al artículo 50 del Tratado de la Unión y comunicara al Consejo su intención de abandonar la UE. La prueba está en el principal -y casi único- escollo reconocido por las partes, el de la frontera entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte. Mantener el actual estatus (y la vigencia de los Acuerdos de Viernes Santo) y permitir que Irlanda del Norte siga siendo parte de la Unión Aduanera y el Mercado Único no es aceptable para Londres porque, pese a beneficiar a los ciudadanos del Úlster, colocaría la frontera en el mar de Irlanda, acercando de facto la integración del Norte en la República, inimaginable para el unionista DUP que a su vez es socio imprescindible para que el Partido Conservador mantenga el gobierno. Y la alternativa propuesta por May de un mercado de bienes británico-comunitario causó un cisma en su gobierno, aun siendo inasumible para Bruselas si no se extiende a servicios, capitales y ciudadanos -origen del impulso eurófobo en la sociedad británica- porque supondría el germen de la desintegración de la UE. Así las cosas, un nuevo plazo negociador mantiene vivas las opciones de acuerdo pero no asegura su consecución. Tampoco que, en ese caso, May logre luego en Westminster su necesario refrendo.