CINCUENTA años después de que se pusieran las bases del euskera batua, hoy casi nadie pone en duda que la estandarización del idioma acordada en el congreso que se celebró en Arantzazu en 1968 constituyó un paso decisivo para su revitalización, tanto desde el punto de vista social como del conocimiento. En el informe que presentó al congreso, el lingüista Koldo Mitxelena se refirió a la necesidad de unir el euskera bajo una única forma que sirviera a todos los vascohablantes como una cuestión de “vida o muerte”. Cincuenta años después, Euskaltzaindia, que el año que viene celebrará su centenario, regresa al mismo lugar para reflexionar sobre el camino recorrido y trazar un rumbo que permita afrontar los desafíos de un futuro que seguirá condicionado por la presencia de dos idiomas tan potentes como el castellano y el francés, aunque con un elemento que no existía hace medio siglo, el inglés, que ha alcanzado el estatus oficioso de lengua franca del mundo globalizado. Pese a la acusada tendencia de ver la botella medio vacía cuando de analizar la situación del euskera se trata, el hecho cierto es que la del euskera batua es una historia de éxito, especialmente en ámbitos como la educación, la administración, los medios de comunicación o la cultura. No solo ha hecho pedazos las malintencionadas opiniones que negaban sus capacidades para la divulgación del conocimiento y el saber; en su desarrollo se ha convertido en una herramienta útil y eficaz para la comunicación entre los vascohablantes, tanto de los que tienen el euskera como lengua materna como de los que se han hecho euskaldunes en el sistema educativo y de alfabetización de adultos. Pero frente a estos logros incontestables, estos últimos años se ha abierto un debate sobre su capacidad como herramienta para la comunicación informal, una controversia seguramente inducida por la realidad sociolingüística que revela que el uso del euskera no crece en la misma proporción que su conocimiento. No deja de ser una paradoja que el euskera, que durante siglos ha sabido resistir gracias a la transmisión oral, en apenas cincuenta años y gracias al impulso de la estandarización del idioma se debilite en el que ha sido su hábitat y muestre un inusitado vigor en ámbitos históricamente vedados. Esta paradoja es sobre la que se va a reflexionar estos días en Arantzazu, para que el euskera no pierda vigor y siga sirviendo a la comunicación y el conocimiento de sus hablantes.
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