TUVIERON que pasar quince años desde el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 para que se completaran las estructuras principales de esta parcela de 16 acres (6,5 hectáreas) en el Bajo Manhattan, la llamada Zona cero (Ground zero). En un mundo, el de la construcción urbanística, en el que el pago de intereses sobre las enormes sumas prestadas para financiar grandes proyectos de construcción es determinante, un período de gestación tan prolongado indica habitualmente que no se tomaron las mejores decisiones. Indica también que se produjeron deliberaciones probablemente motivadas por factores ajenos a la optimización técnica y estética del proyecto por parte de planificadores, promotores, contratistas, arquitectos e ingenieros. Y asimismo que hubo problemas económicos, políticos o burocráticos que impidieron una conclusión del proyecto rápida y rentable.

El área ha sido rediseñada y casi completamente reconstruida con cinco nuevos rascacielos, un museo, un monumento o memorial a los que murieron en los ataques y un intercambiador de transporte. La pieza central -física y emocionalmente- del nuevo conjunto es el magnífico Memorial Nacional del 11 de septiembre, el hipnótico par de estanques que reflejan los nombres de las víctimas, del arquitecto Michael Arad, y el parque circundante del arquitecto paisajista Peter Walker, dedicado en el décimo aniversario del desastre.

En mayo de 2014, llegó el Museo Nacional del 11 de Septiembre, un diseño mucho menos exitoso que resultó de una asociación a puerta cerrada entre dos empresas con poco en común: Snøhetta, que diseñó el exterior, y Davis Brody Bond, responsable de los interiores. Esta división del trabajo produjo un edificio inconexo que refleja, involuntariamente, los continuos desacuerdos sobre la manera en que los ataques de 2001 debían ser interpretados por medio de la nueva arquitectura urbana.

La parte arquitectónicamente más ambiciosa del conjunto, el World Trade Center Transportation Hub de Santiago Calatrava (conocido como Oculus), se abrió al público en marzo de 2016, aunque sin fanfarria alguna, sin duda para evitar atraer más atención a este estupendo desperdicio de fondos públicos. El trabajo tardó doce años en terminarse en lugar de los cinco originalmente prometidos y parte de su exorbitante precio de 4.000 millones de dólares será sufragado con un aumento en las tarifas de transporte.

La fortuna gastada en este jeu d’esprit, casi el doble de su estimación inicial, ya desmesurada, de 2.200 millones, es aún más escandalosa para una instalación que atiende solo a 40.000 pasajeros de media en un día laborable, en comparación con los 750.000 que pasan por Grand Central Terminal a diario. El Hub de Transporte terminó costando más que One World Trade Center, el principal rascacielos del conjunto.

Este rascacielos, el más alto del hemisferio occidental, es obra de David Childs (2013), de Skidmore, Owings & Merrill (SOM), un monolito de 1.776 pies de altura (541 metros) que suplanta las Torres Gemelas de Minoru Yamasaki de 1966-1977. Ha costado 3.800 millones de dólares en fondos públicos: el rascacielos más caro del mundo con mucho, más del doble del costo del edificio más alto del mundo, el Burj Khalifa en Dubái, y es en parte responsable del aumento en el precio de los peajes en los puentes y túneles de la ciudad y de la falta de fondos para reparar la infraestructura urbana. No tan malo arquitectónicamente como conceptualmente, One World Trade Center es, faute de mieux, el mejor del conjunto.

En la visión original de Daniel Libeskind, One World Trade Center iba a ser una aguja asimétrica irregular, rimando un tanto con su Museo Judío fracturado en Berlín o el Royal Museum de Ontario en Toronto. Con Childs, se ha convertido en un mastodonte plúmbeo y limitado, cuyas esquinas achaflanadas se convierten en una secuencia insatisfactoria de muros triangulares. Desde el nivel del suelo y hasta el decimoquinto piso, One World Trade Center es una fortaleza sombría, envuelta en vidrio pero hecha de hormigón, por orden del Departamento de Policía de Nueva York. Los estándares de seguridad posteriores a 2001 están inscritos en el World Trade Center de manera visible e invisible. Los nuevos edificios del conjunto incorporan escaleras de emergencia adicionales y protecciones resistentes a las bombas, mientras que las calles están jalonadas con bolardos y oficiales de policía abundantemente armados patrullan la plaza conmemorativa.

One World Trade Center brilla en el nuevo skyline de Nueva York, pero el sitio en sí se ha alejado de la imaginación del público. Cuando el movimiento Occupy Wall Street electrizó el centro de Nueva York en el otoño de 2011, ni los manifestantes ni sus antagonistas prestaron mucha atención a la torre gigante que se elevaba a una calle de distancia. En 2006, George Pataki, gobernador del Estado de Nueva York, y Michael Bloomberg, alcalde de la ciudad de Nueva York, negociaron un acuerdo para que la Autoridad Portuaria se hiciera cargo de la construcción de One WTC, lo que proporcionó al promotor Larry Silverstein una enorme reducción en el alquiler de las torres restantes. El acuerdo hizo a los neoyorquinos propietarios perpetuos de un goliat comercialmente inviable, pero a nadie pareció importar esto.

El museo, que abrió sus puertas en mayo de 2014, ha atraído visitantes, en su mayoría extranjeros. Sus principales espacios de exhibición descansan en el lecho de roca, frente a la enorme pared que impedía que el río Hudson inundara los niveles inferiores de las torres gemelas y que se mantuvo el 11-S. Esta pared industrial húmeda de veinte metros es posiblemente la mayor evocación del World Trade Center original que queda en el área y el único lugar donde uno siente la tristeza, la esperanza y la ética cívica que el nuevo World Trade Center debería inspirar.

Cuando por fin se limpió el foso, se recogieron los restos de los muertos y se apartaron los escombros cancerígenos, Nueva York estaba dispuesta a apostar para que un diseño urbano reflexivo y ambicioso consiguiera el renacimiento de la ciudad en torno a una idea de unidad y orgullo cívico. Creo que esto no ha ocurrido de forma diáfana, aunque no es razonable hablar tampoco de un fracaso de diseño urbano. El Nuevo World Trade Center es más bien un síntoma de las grandes contradicciones y problemas urbanos que, incluso con la elección del izquierdista Bill de Blasio como nuevo alcalde en 2013 -reelegido en 2017-, no muestran signos de disminuir.

A principios de la década de 2000, la Zona cero representaba principalmente un lugar de trauma y dolor colectivos. Hoy evoca otros problemas más recientes, entre ellos la desigualdad masiva de ingresos, la impunidad del sector financiero, un Congreso federal sin mucho que ofrecer a las ciudades y un gobierno estatal sumido en ajustes fiscales. Y, por otra parte, un flujo turístico sin precedentes, que es la punta de lanza de la gentrificación contemporánea de la ciudad de Nueva York. En varias visitas recientes, encontré el sitio lleno de gente. Los niños corren sin molestarse por el aparato de seguridad y el volumen de ruido es alto; no se tiene la impresión de estar en un lugar de reflexión, recuerdo o meditación.

El nuevo World Trade Center nos enseña que no se puede simplemente diseñar un esquema urbano con estándares estéticos atractivos o innovadores y arquitectos de clase mundial y esperar resultados positivos derivados de la centralidad icónica de una gran urbe. Se necesita la política de la calle, el sentimiento comunitario, la solidaridad y las virtudes cívicas: ideales que parpadearon por un momento en aquellos inciertos días de septiembre de 2001, pero que desaparecieron en la era Bloomberg y fueron reemplazados casi completamente por la privatización, la oligarquía y el neoliberalismo urbano, que son los sellos distintivos del siglo XXI, tanto en Nueva York como en gran parte de las grandes ciudades del planeta.