Guerra comercial o la política por otros medios
MIENTRAS que más de un tercio de las exportaciones de China a Estados Unidos son productos eléctricos, ordenadores, teléfonos y equipo electrónico, uno de cada tres dólares de exportaciones norteamericanas a China son alimentos y materias primas. El comercio entre ambos países se parece cada vez más a la idea canónica del comercio entre un país desarrollado que vende productos industriales y uno subdesarrollado que entrega a cambio materias primas. Por más que esa idea de la especialización del comercio sea una falacia -los principales exportadores de alimentos del mundo son en su mayoría países desarrollados- no deja de ser el símbolo mental de un cierto agotamiento del cambio tecnológico en Estados Unidos, que se traduce en una creciente especialización en la venta de productos de baja tecnología.
Mientras China ha pasado en los últimos veinte años de exportar 8 a exportar 9 de cada 10 euros en forma de productos industriales y la UE mantiene el mismo porcentaje (8 de cada 10 euros), Estados Unidos ha reducido el peso de los productos manufacturados en sus exportaciones en cinco puntos, a menos del 70%. Por cada dólar que exporta China al resto del mundo en productos de alta tecnología producidos por trabajadores de alta cualificación, Estados Unidos solo vende 60 centavos; y la UE, fuera de su territorio, 80 centavos.
La dimensión de la transformación productiva que se está produciendo en Asia en las últimas dos décadas, y más en concreto en China, es comparable a la que experimentó Estados Unidos entre el final de su Guerra de Secesión y la Primera Guerra Mundial, o la de Inglaterra entre finales del siglo XVIII y la década de 1830. Y se constata una cierta aceleración en el ritmo de cambio, pues si lograr la posición de dominio en la economía mundial a Gran Bretaña le llevó entre cuarenta y cincuenta años y a Estados Unidos le requirió entre treinta y cuarenta, a China le está costando apenas veinte.
Las medidas proteccionistas de Estados Unidos reflejan hoy una situación similar a la que se le presentaba a Inglaterra a finales del siglo XIX; en palabras de Federico Engels en 1888: “En Inglaterra está ganando terreno la conciencia de que el monopolio industrial de ese país está irremediablemente perdido, que sigue perdiendo terreno relativamente, mientras que sus rivales están progresando, y que está a la deriva en una posición en la que tendrá que contentarse con ser solo una nación manufacturera más entre muchas, en lugar de ser, como una vez soñó, el taller del mundo. Para evitar este inminente destino, la protección, apenas disfrazada bajo el velo del comercio justo y los aranceles de represalia, son ahora invocados con pleno fervor por los hijos de los mismos hombres que, hace cuarenta años, no conocían salvación sino en el Libre Comercio. Y cuando los industriales ingleses comienzan a descubrir que el Libre Comercio los está arruinando y le piden al gobierno que los proteja contra sus competidores extranjeros, entonces, seguramente, ha llegado el momento de que estos competidores tomen represalias arrojando por la borda un inútil sistema proteccionista para luchar contra el declinante monopolio industrial de Inglaterra con su propia arma: el libre comercio”.
Que aquellos competidores son hoy, esencialmente, China, se expresa en que este país es el que con mayor rotundidad manifiesta la constante histórica que establece que cuando una potencia alcanza una posición de dominio económico global, el nivel de vida de sus trabajadores experimenta un crecimiento sostenido. Así, los salarios de los trabajadores industriales chinos llevan más de una década creciendo por encima del aumento del PIB y son muchos millones los que han entrado ya en la sociedad de consumo propia del capitalismo desarrollado. Hoy no es Estados Unidos sino China el máximo exponente de la economía administrada, junto con la nueva Europa germanizada, la del proteccionismo agrario, quienes se presentan como defensores globales del libre comercio y blanden las teorías de los economistas anglosajones para justificarlo.
La nueva administración norteamericana, y en esto no se diferencia de las anteriores, es muy consciente del desafío que supone intentar mantener una posición de dominio que ya no se refleja en sus estructuras productivas. El neoliberalismo es en cierto sentido un procedimiento para intentar prolongar en el tiempo esa posición de ventaja heredada de la segunda fase de la revolución industrial. Primero, mediante el control global de las finanzas y la moneda mundial para lograr la captura de rentas financieras que compensen las menguantes ganancias norteamericanas en forma de excedente productivo. En segundo lugar, promoviendo la incorporación de nuevas áreas de la vida social al espacio mercantil, en particular los flujos de información y conocimiento, captando rentas de propiedad intelectual. Y, finalmente, rentabilizando el disponer del único ejército global del planeta. Todos los gobiernos, desde Reagan en adelante, han estado de acuerdo en las tres medidas y la diferencia básica estriba en el mayor énfasis de los demócratas en la segunda y de los republicanos en la tercera, porque la primera ha sido promovida con el mismo entusiasmo por todos ellos.
La novedad que presenta Trump es que, por primera vez, se recurre a medidas que implican un reconocimiento explícito del cambio de era: al aplicar el proteccionismo industrial como nuevo instrumento de la política de desarrollo y sustentarlo no en cuestiones de competencia desleal (de dumping o precios subvencionados), sino de seguridad nacional; vincula la política comercial con la política de guerra. Por eso, referirse a la situación como una “guerra comercial”, presente o potencial, no capta adecuadamente el desafío planteado. Lejos de ser el comercio el objetivo estratégico de la acción emprendida por la administración Trump, más bien habría que interpretarla como un movimiento particular en la estrategia de reforzar el predominio militar, asegurándose el control de las materias primas básicas para el desarrollo de su armamento.
Puede que esta fase del proceso termine forzando un arreglo comercial por el cual China, que dispone de un sistema comercial administrado, decida consumir más productos norteamericanos, reduciendo así el enorme desequilibrio comercial entre ambos países, que desde 2012 supera casi los 250.000 millones de dólares anuales. El problema es que no es fácil reducirlo, porque lo que China quiera obtener de Estados Unidos -tecnología, armamento e información-, este país no se lo quiere vender. Y lo que Estados Unidos le quiere vender -materias primas, alimentos procesados, productos farmacéuticos o coches- China lo puede comprar más barato en otros lugares. El siguiente movimiento de esta fase, por tanto, consiste en intentar limitar el campo de maniobra comercial de China en esos otros mercados de abastecimiento. Algo que ya se inició hace unos años en África y que la administración estadounidense quiere extender a Iberoamérica.
En todo caso, la reacción no se ha hecho esperar. Esta no consiste tanto en el establecimiento de aranceles a diversas materias primas y carnes importadas de Estados Unidos, medidas puramente defensivas, cuanto en la actuación en otro de los frentes, el financiero-monetario, con la decisión de acelerar el proceso de mundialización de la divisa china, al decidir pagar el petróleo en yuanes y ya no en dólares. Si el librecambio ha entrado en modo pausa, el sistema financiero y monetario está a punto de experimentar un cambio de sistema operativo. Al tiempo.