ESTADOS Unidos representa en torno a la octava parte de la demanda mundial de acero y un porcentaje similar de la de aluminio, pero estas importaciones son menos de un 3% de lo que Estados Unidos le compra al mundo. La quinta parte de las importaciones de acero y la décima parte de las importaciones de aluminio de Estados Unidos provienen de la Unión Europea (UE); pero estas solo representan poco más del 2% del total de las exportaciones comunitarias a dicho país, un porcentaje solo ligeramente superior en el caso de las exportaciones españolas, pues si en los 90 representaban el 10% de lo que vendíamos en Estados Unidos, en los años más recientes el acero y el aluminio apenas representan un 3%.

¿Por qué, entonces, ha causado tanto revuelo la decisión de Estados Unidos de imponer unas tarifas a las importaciones de estos productos? Las contramedidas, centradas en las importaciones europeas de motos, bourbon y pantalones, parecen más bien una astracanada que una medida de represalia comercial de largo alcance. A fin de cuentas, la UE estableció el año pasado unos aranceles del 28,5% a la importación de tubos de acero chino sin que nadie se haya enterado -salvo los productores locales de tubos, por supuesto- y sin que al parecer hayan sido suficientes para impedir por ejemplo el previsible cierre de la planta vizcaina de la empresa Productos Tubulares, del grupo Tubos Reunidos.

La decisión de la administración Trump tiene varias connotaciones, no todas tenidas en cuenta por quienes quieren ver en ellas el inicio de una guerra comercial, preludio acaso de una guerra por otros medios.

Desde el inicio de la era Reagan en 1980, las sucesivas administraciones norteamericanas venían dedicando mucho esfuerzo a defender el dominio mundial de los sectores empresariales más globalizadores de su país, como las industrias culturales, las industrias de las TIC, la industria farmacéutica, las petroleras y, por supuesto, el sector financiero. Pero ningún gobierno apostaba un ápice por la suerte de unos sectores fuertemente sindicalizados, asociados al imaginario colectivo de la clase obrera de su país y al modo de vida norteamericano, como las industrias metálicas, el textil o el automóvil. La idea prevalente, tanto en las administraciones republicanas como en las demócratas ha sido disponer de importaciones baratas de materias primas y de productos de consumo obrero para facilitar la reducción de costes de las industrias globalizadoras y las ventas mundiales de estas.

Al aplicar tarifas del 25% y del 10% a las importaciones de acero y aluminio procedentes de Asia, de Sudamérica y de Europa, Trump está cumpliendo una promesa electoral, quizá la que con mayor fuerza le ha impulsado a la presidencia. Está hablando directamente a su público, a los electores con los que tiene un compromiso pendiente en materia de protección de empleos y actividades y todo hace pensar que se tomarán nuevas medidas proteccionistas también para otros sectores industriales, en el que puede ser el primer giro estratégico de política económica internacional norteamericana de las últimas cuatro décadas.

En ningún caso se puede interpretar esta nueva orientación política como un repliegue de Estados Unidos sobre sí mismo. En los dos gruesos volúmenes que analizan la situación del comercio y de la producción norteamericana del acero y del aluminio, se recuerda que actualmente Estados Unidos mantiene abiertas 164 medidas antidumping en el sector del acero, 28 de ellas contra China, pero también 17 contra países de la UE; una de ellas, vigente desde febrero de 1995, contra las exportaciones de barras de acero españolas. La decisión de establecer los aranceles, como indica la propia Casa Blanca, no responde a una necesidad comercial, sino a una decisión estratégica de índole militar: desde 1998 el empleo en el sector se ha reducido en más de un tercio y se han cerrado diez plantas siderúrgicas en el país; de seguir a este ritmo, el desarrollo de la industria militar se vería limitado por las importaciones de acero, dotando a los rivales comerciales actuales -y posibles rivales políticos futuros- de un arma de presión indirecta inaceptable para una potencia cuya supremacía cultural, financiera y monetaria, entre otras, depende precisamente del dominio militar global.

La decisión sobre el aluminio responde sin embargo a otras prioridades. Hoy, un 90% del aluminio que consume Estados Unidos es importado, cuando hace cinco años era solo dos tercios. En estos cinco años, el empleo en el sector ha caído en más de la mitad, seis plantas han cerrado y solo están abiertas dos de los cinco que cuentan con capacidad operativa. Uno de los mayores demandantes de aluminio son la construcción y las infraestructuras, que forman parte del programa económico de Trump. Parece lógico que la administración no quiera que el esfuerzo inversor se traduzca en un incremento del déficit comercial por tener que importar todo el aluminio necesario para remozar las señales de tráfico o construir el muro en la frontera sur.

Y en el horizonte de la política arancelaria, cómo no, también está China. Algunos analistas reprochan al presidente Trump haber puesto en marcha el ventilador de los aranceles en lugar de focalizar la guerra comercial contra la potencia exportadora de China, que ya le vende uno de cada cinco euros de lo que compra Estados Unidos por el mundo. El exceso de producción de acero, que se estima en unos 700 millones de toneladas, proviene en su mayor parte de China, cuya producción actual supera a su consumo en un volumen mayor que toda la capacidad de producción de acero de Estados Unidos. Como indicaba un exasesor del presidente Reagan en materia de comercio, China es el país que lidera la política de comercio exterior administrado, adoptando la política del todo made in China para 2025 o prohibiendo literalmente las actividades en su territorio de los gigantes norteamericanos de las TIC, como Google o Facebook. Es China también el país que experimentó los mayores incrementos salariales en la fase de la apertura del país al comercio global; y es China quien lidera la política del crecimiento hacia dentro, con masivas inversiones en las regiones menos desarrolladas del interior. Si de esta forma el país lidera el crecimiento mundial, tanto en la fase de expansión hacia afuera como en la actual de desarrollo interno, no parece mala política copiar las buenas ideas que vienen de Asia.

Pero en materia económica, la lógica y la racionalidad choca muchas veces con el muro del dogma y la irracionalidad de las ideas preconcebidas. La impresión de que a más comercio más producción y más empleo no se compadece mucho con lo ocurrido: si el comercio ha crecido más que la producción en las últimas décadas, no es por una necesidad material de la economía, sino por la decisión de aplicar desde los años 80 una política de represión salarial, más o menos exigente, pero que no ha dejado de actuar desde entonces, y que reducía la demanda solvente interna, obligando por tanto a buscar mercados en el exterior. Incluso un globalista inteligente como Paul Krugman ha tenido que reconocer que, a pesar de que no le gusta la política proteccionista, el impacto previsible en el empleo neto de las medidas de Trump es mínimo. Y que el impacto será, en todo caso, en el desplazamiento bruto del empleo de unos sectores a otros (olvidando decir que justo eso es lo que ha ocurrido en la fase de apertura globalizadora, cuando los trabajadores de la siderurgia y el automóvil tuvieron que buscar empleo en McDonalds o como guardas privados).

Lo que refleja la política del este cuento se acabó propugnado por Donald Trump es sin duda el principio del fin de una política a la que, a falta de otro nombre más adecuado, denominamos de la “globalización”, de la cual es dudoso que los trabajadores norteamericanos o los europeos occidentales hayan sacado ningún beneficio apreciable que no hubieran obtenido mejor con otra política más celosa del patrimonio colectivo.