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Mentirosos y cojos

EN la “sociedad de la información”, hasta los cojos, amparados en el anonimato, pueden esconder sus problemas de movilidad para mentir impunemente sin riesgo a ser descubiertos. Las redes sociales, convertidas en autopistas por las que circulan usuarios sin matrícula o con nombres ficticios, dan pie a que el flujo informativo que libremente rula por el mundo no supere el filtro de la veracidad o el contraste. Y así se puede falsear la realidad, mentir, manipular o intoxicar con una facilidad pasmosa, convirtiendo en virales, en multitudinarios, los impactos de una acción tóxica en la opinión pública.

Mari Tere no necesitaba utilizar un detector de mentiras para saber si lo que le decías era o no la verdad. Te miraba a los ojos, preguntaba directamente y, si esquivabas su vista, si te ponías en guardia para evitar con antelación su respuesta, delatabas tu culpa.

La mayoría eran “mentiras piadosas”, trolas que trataban de justificar comportamientos sin maldad -o con muy poca- que contravenían levemente las reglas de juego establecidas. Además, con qué ingenuidad confesábamos las mentirijillas. Una vez, en un interrogatorio sobre la autoría de una picia menor, un profesor no fraile pero amparado por su congregación, me presionó con el pecado, las calderas de Pedro Botero y el fuego eterno. Y en ese discurso catastrófico me hizo una trampa en la que caí como un panchito. “Los mentirosos tienen las manos sucias”. Y yo, como un tonto, volví las palmas para ver las mías. Momento en el que me gané una hostia de las de opción a medalla olímpica.

Hoy, la ficción, el engaño, juega en la liga grande. Las fake news o noticias falsas se difunden por todo el mundo pretendiendo influir, desprestigiar o modular decisiones relevantes que afecten a millones de personas. Las acusaciones hechas a las autoridades rusas de promover ataques y controles comunicativos en las pasadas elecciones norteamericanas, o en cualquier otro proceso deliberativo europeo, no son producto de la ciencia ficción. Y el concepto de la seguridad global mundial se enfrenta por primera vez a una nueva amenaza sustitutiva de la Guerra Fría; la batalla de la desinformación.

Puede resultar increíble o de argumento literario. Es más, el autor de éxito Frederick Forsyth publicó en 1996 la novela El manifiesto negro, historia ambientada en la Rusia postsoviética que pretendía, a través de liderazgos emergentes, recuperar su potencialidad mundial con posiciones ultranacionalistas que amenazaban a la seguridad del planeta; riesgo que el autor británico desactivó a través de una entretenida trama en la que los servicios de inteligencia occidentales llevaron a cabo un plan de desinformación global capaz de vencer a la fuerza del nuevo imperio en ciernes.

Pero la contaminación informativa es hoy en día mucho más que un ejercicio de entretenimiento. El terrorismo internacional, el proteccionismo económico, el desencanto tras la crisis, el auge de los populismos, la desacreditación de la política, son algunas de las consecuencias de esta “aldea global” que en su día alumbrara McLuhan y que como efecto negativo de la globalización ha infectado con elementos tóxicos la capacidad humana de discernir, de configurar una opinión basada en pruebas solventes y verdaderas. ¿Cómo superar este desafío? Recuperando la fiabilidad de medios, de fuentes de comunicación reconocibles. Incentivando el contraste de las informaciones y separando nuevamente información de opinión, algo que se ha perdido en los últimos tiempos atendiendo a la voracidad de unas empresas periodísticas preocupadas más por la audiencia, por la notoriedad, que por la verdad.

Pero si las noticias falsas amenaza la seguridad del planeta, entrando en ámbitos geográficos menores, la incidencia de los rumores o de la “posverdad” es innegable. Basta disponer de una de las redes sociales que están a nuestro alcance para encontrar, sin dificultad, mensajes o anuncios que, simulando ser noticias, transfieren contenidos nocivos que alimentan la xenofobia, el descrédito público y la confrontación. Cualquiera, desde el anonimato de una cuenta de Twitter, puede colgar en una página web un mensaje -que luego borra- diciendo que el “PNV y el PP pactan silenciar los casos de pederastia en el juicio de ?” Así se divulga una conspiración para, supuestamente, esconder y amparar unas acciones delictivas asquerosas e indignantes. Ese mensaje, sin padre ni madre conocido, echado como una piedra a un estanque, ha provocado múltiples ondas de rebote hasta servir de argumento no contrastado de vídeos virales y denuncias públicas sin rigor ni fundamento. Y el daño ahí queda. Sin confirmación, sin fundamento y gratuitamente. A la espera de que haya incautos que compren su manipulación y, en el cúmulo del despropósito, den a la opción “me gusta”, o en el peor de los casos, la “comparta” ampliando la cobertura del infundio.

Las falsedades se hacen más dañinas si cabe cuando se acompañan de una intencionalidad aviesa. Y ahí el espectáculo que partidos políticos y medios de comunicación han dado en relación al horrible crimen del niño Gabriel Cruz ha sido execrable.

No es de recibo la explotación del dolor para intereses particulares. Ni políticos ni electorales. Intentar legislar a golpe de encuesta, de grado de indignación popular o como elemento de venganza nos llevaría a la ley de la selva, al ojo por ojo, a la socialización del sufrimiento. Y eso es lo que el carroñerismo político de periodistas, populares y Ciudadanos nos ha planteado tras el infame crimen de Almería.

¿Cómo entender que a la puerta de una capilla ardiente un portavoz parlamentario exija la ampliación de la prisión permanente revisable (cadena perpetua) en el código penal? ¿Cómo interpretar que quienes (Ciudadanos) en su pacto con Pedro Sánchez exigían la eliminación de la prisión permanente revisable ahora soliciten, sin vergüenza ajena, la ampliación de su ámbito de afección? ¿Por qué no han tenido el coraje de reclamar lo que les pide el cuerpo, la vuelta de la pena de muerte, el retorno de algo tan español como el garrote vil?

Uno puede llegar a entender que las víctimas, las más directamente afectadas por acontecimientos tan dolorosos, se dejen llevar por sus sentimientos y sus reacciones exterioricen la necesidad de una reparación contundente. No ha sido el caso de los padres de Gabriel Cruz, que han dado una lección de dignidad y “buena gente” a tanto mercachifle vengativo. Pero lo que no aceptaré en ningún caso es que alguien con responsabilidad pública, por ganar en río revuelto, pida legislar con las tripas. Sin mayor argumento que el clamor social. Carroñeros políticos.

A tenor de los comportamientos en el Estado, parece como si empezáramos a olvidar los avances que en términos de una democracia occidental se asentaron tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial. La globalización, el triunfo de la mentira en los relatos como manipulación masiva, el miedo al terrorismo internacional, la sensación de inseguridad, etc. están provocando una merma de las libertades que nos caracterizaban como sociedad avanzada. Pérdida de valores acentuada en España de un tiempo a esta parte y que ha tenido como reproche, una vez más, al Tribunal Europeo de Derechos Humanos y la vulneración creciente que desde las instituciones del Estado se hace del derecho a la libertad de expresión.

El estado de derecho es cada vez más estado de desecho. Así lo ha dicho Aministía Internacional en su último informe. Un dosier contundente y ruborizante. Como lo es el hecho de que los jóvenes de Altsasu, detenidos tras una agresión tabernaria a guardias civiles y sus parejas, lleven en prisión preventiva acusados de terrorismo desde noviembre de 2016.

Igualmente indignante es que Junqueras, Forn y Los Jordis lleven ya más tiempo encarcelados preventivamente en Estremera y Soto del Real que el que estuvieron cumpliendo condena José Barrionuevo y Rafael Vera, penados a diez años de prisión por el secuestro de Segundo Marey, primera acción reivindicada por los GAL.

Aquí hay mucha decadencia. Hay más manipuladores que relatores de la verdad. Más censura que apologistas del terrorismo. Más justicieros vengativos que legisladores o jueces equitativos. Más carroñeros que víctimas. Más mentirosos. Y más cojos. Cojos en democracia y en libertad.