Impresionado por la belleza de una nevada antigua; temblando por el miedo al hielo negro en la Soria pura cabeza de Extremadura; aliento detenido y crepitar de dientes entre cientos y cientos de coches en cientos de rotondas en las autovías que te desvían hacia todas la direcciones para volverte más loco en Madrid capital; contemplar con espanto el frío plano del páramo, de las llanuras sin fin de Castilla; llegar al apacible destino: la Sierra, Cazorla, sus pinares, sus peñones tajados, encima de olivares verdes, simetría verde a lo largo, a lo ancho y transversal con un orden y una limpieza que detiene el aliento, que como decían de Liszt, tiene ángel y hadas. Disfrutar en esa tierra del gracejo de sus gentes, de sus aperitivos interminables, de su calidad de vida y servicios, complace. Y place como un prado verde y vicioso.
De vuelta a casa, el pánico de oleadas de coches sin parar durante cuatro o más horas que escupía la autovía contraria procedente de Madrid. Y uno piensa: “Pobre gente”. Para rematar, suspenso y medroso, contemplo a cien kilómetros de la capital del reino una boina negra de ribetes rojizos que cubre el cielo, concentrando toda la porquería de la gran urbe y aledaños. Quiero escapar y no volver nunca jamás. Pero no es esto lo que más me impresionó. Un joven ecuatoriano, en un pueblo al sur del monstruo capitalino, me contaba que se levantaba a las cinco de la mañana para ir a trabajar a la capital y volvía a casa a las nueve de la noche. “Tomo el autobús y después el metro, trabajo ocho horas y regreso”. ¿Cómo lo soportas?, pregunto. “Duermo en el autobús y algunas veces me quedo dormido en el metro”. Se suelta y sacude la melena negra por debajo de los hombros, se enturbia su rostro de indio de pura raza, inclina la cabeza, mira al suelo y remata: “Uno se acostumbra”.