De crío, cuando era socio del club Landatxueta, envidiaba a los jóvenes que se lanzaban desde el trampolín de la piscina. Tenía tres niveles; cinco, siete y diez metros. Pocos eran los osados que a cambio cosechaban el elogio y admiración de las chicas. En esa etapa se consideraba una proeza. Poco tardé en darme cuenta, aún de chaval, que tal privilegio era desmedido.
No cabe duda de que cada uno recoge lo que siembra y de que en el área del reconocimiento, a parte de la capacidad, la habilidad también cuenta. La capacidad es un cupo que, claro está, la genética y evolución no ha distribuido de manera equitativa entre los individuos de nuestra especie. Quién está en lo alto del trampolín puede valerse del cupo particular para dar saltos mortales y cosechar éxitos.
No conviene renunciar a esos éxitos porque uno puede entrar en bucle, melancólico a veces, y si fuera menester agarrarse a un clavo ardiendo, a una nación, que le galardone con un premio nacional. Sabrán que sin naciones no existen premios nacionales. Ya se encargarán el Instituto Cervantes, la Biblioteca Nacional y el ABC de ensalzarlo. Esto no es un ensayo, es una certeza. Los críos ensayaban saltos a escondidas, pero chuleaban cuando la piscina estaba abarrotada.
Las acusaciones hacia el cupo vasco de insolidaridad desde una perspectiva nacional, delatan una insolidaridad en su intención, porque ponen fronteras a la solidaridad. La solidaridad no es un coto. Cuantos subsaharianos mueren ahogados por ello en nuestras costas. Es el cupo que pagan por no ser españoles. ¿Seguimos hablando de solidaridad o mejor dejarlo ahí? ¿Mejor aún, subimos al trampolín para caer de espaldas y que nos aplaudan? ¿Doblemente doloroso, verdad?
Y digo nuestras costas, para no mezclar la política con la solidaridad. Hay que dar ejemplo.