Terminé de escribir este artículo poco antes del atentado terrorista de Barcelona. Cuando supe de lo ocurrido, sentí la tentación de echar la toalla, por impotencia y una sensación de que no haya nada que hacer: el mundo es un manicomio. La idea de choque de civilizaciones me asaltó y pensé por unos minutos que sus defensores pueden tener razón. Luego recibí algunos WhatsApp islamófobos, es decir, con un sentimiento de hostilidad al islam y a los musulmanes. Pero también leí la carta del alcalde de Ripoll y de una educadora que había dado clases a los autores de la matanza; ambas me cautivaron. Y reaccioné. Lo hice pensando que más que nunca es necesario el acercamiento entre culturas y religiones. Rendirse sería dar la razón a los yihadistas y a los supremacistas occidentales. El yihadismo terrorista sencillamente está instalado en otra era, en otra época, es la expresión de un retraso histórico. Esto no es una guerra santa, de religiones, es la guerra de un grupo, eso sí poderoso, que pretende hacer del mundo un escenario medieval presidido por el terror. Un grupo que tiene como principales víctimas a los propios musulmanes: más del 90% de atentados mortales son contra ellos. De modo que finalmente decidí publicar el artículo que había escrito y así lo hago a continuación.
tan cerca y tan lejos Oriente y Occidente, dos formas de entender la misma realidad, la vida, el cosmos, el ser humano. Dos maneras de estar en el mundo. Sin embargo, vivimos una era de crispación y desencuentro. La lucha por los mercados y el control de materias primas conforma un marco de confrontaciones y guerras que pone a prueba nuestra verdadera inteligencia como seres humanos. Viajamos en una pequeña nave en la inmensidad del universo, y en lugar de preocuparnos por su conservación y por la armonía entre los pasajeros, por la complementariedad que ayuda a forjarnos mejores, nos dedicamos a desafiarnos y a matar la vida en todas sus expresiones. La inteligencia está pues contaminada y muestra su extrema debilidad.
También las religiones contribuyen a que nos demos la espalda. En lugar de ser el espacio en que la humanidad se reconoce y se perdona, sus dogmas nos enfrentan y atizan el fuego del sectarismo y la violencia. Es verdad que en la actualidad el comportamiento de las religiones no es similar, ya que grupos islamistas han escogido el terrorismo. Pero vistas históricamente, no hay religiones inocentes.
Surgidas en sociedades agrícolas muy atrasadas, las religiones anclan su mensaje en libros que son elaboraciones humanas y que nos hablan de hechos y valores que deberían ser explicados de un modo actualizado para que tengan que ver con nuestras vidas en el siglo XXI. Es verdad que las religiones ofrecen consuelo y esperanza pero deben mutarse y sufrir una catarsis de humildad y espíritu ecuménico, desterrando para siempre toda vocación de control de sus feligresías y de ser funcionales a los poderes políticos. A decir verdad, las religiones tienen en sus propias feligresías y entre sus miembros ejemplos en los que inspirarse. Lástima que se trate de minorías sin apenas capacidad de decisión en las estructuras religiosas organizadas.
Para una visión integradora entre Occidente y Oriente hace falta empezar por una autocrítica que ponga a los mitos en su lugar. Occidente ha apostado siempre por la historia y la razón (conciencia cognitiva), asegurando una línea ascendente que nos traerá el perfeccionamiento de la convivencia humana. Pero la realidad nos ha bajado a los infiernos de dos guerras mundiales, del Holocausto y del gulag, y se ha encargado de recordarnos que no hay determinismos históricos y que sólo la voluntad y la experiencia puede construir una sociedad mejor. La modernidad está en crisis con todo su optimismo. Y es desde esta crisis que Occidente aporta todavía la posibilidad de una ciencia humanista abierta y no cerrada.
Oriente, instalada en la intuición y el misterio, busca la conciencia pura, pero ve cómo su sabiduría teológica parece haber chocado con su incapacidad para organizar la vida en torno a la solidaridad y el cuidado de mayorías vulnerables. Sus castas, estirpes y elites despóticas muestran a menudo envilecimiento y desprecio a la vida humana. Pero Oriente es cuna de la meditación y por consiguiente de la experiencia; eso le salva. Tiene también el patrimonio del estudio de la mente, como algo sumamente positivo.
Creo que la soldadura fraternal entre Oriente y Occidente solo puede darse desde el reconocimiento de sus experiencias, que son las distintas maneras en que las personas nos expresamos. La filosofía como vía intelectual y el misticismo como vía emocional, son formas de canalización de necesidades individuales y colectivas que deben practicarse indistintamente en los dos hemisferios. Ya no se trata de adjudicar a Occidente un componente racional y a Oriente otro instintivo. Aquí y allí debemos aprovechar los diferentes métodos para encontrar el sentido de nuestras vidas, no precisamente en la mera contemplación.
Pero para ello es necesario liberarnos. Superar la idea de la norma -que tiene un componente de control- y de la obediencia acrítica como formas de alcanzar la trascendencia. Superar toda tentación de autoadjudicarse la religión verdadera frente a las otras que no lo son. Superar la idea de que sólo siendo parte plebeya de las jerarquías religiosas y de los gurús, podemos obtener el pase para la salvación. Ser menos gregario, menos rebaño, y practicar más y mejor la experiencia personal, el viaje a lo más íntimo, para desde la plena libertad modelar nuestra mente, una mente emancipada de la ansiedad que nos hace vivir más infelices. No digo que no se deba ser parte de una religión organizada (en forma de Iglesia o no), lo que pienso es que así como llevamos siglos de una espiritualidad dualista -el cielo y la tierra, el pecado y el perdón- y del miedo, sería saludable la búsqueda y encuentro de cauces nuevos de expresión.
Y creo que el cauce universal de unión de las religiones debe discurrir por la conciliación. Para lograrlo, puede ser una buena idea desplegar diálogos en el marco de un compromiso por la vida digna de todos los seres humanos. Frente al dualismo de dos mundos -el de arriba y el de abajo-, ha de haber un esfuerzo compartido por superar la religión legalista que muchas veces se presenta como un diálogo trampeado con uno mismo por otra que cultive la intimidad, el compromiso social y político, y el diálogo con los otros. Hemos de salir de la conciencia individualizada (individualista) y manifestarnos incluso en el ámbito de la política, entendida como administración de la vida humana.
El compromiso con las multitudes pobres puede ser el punto de encuentro. Teólogos y místicos de todas las creencias afirman que los pobres son los profetas de nuestro tiempo. De tal modo que nuestras creencias nos citan al encuentro con ellos.
Para que esto ocurra, en muchos aspectos las religiones organizadas y controladas desde estructuras jerárquicas deben convertirse. Hoy están situadas en eso que llamamos pecado. Sus ataduras con los poderes económicos y políticos les hace cómplices del drama en que vive la sociedad mundial, en particular de la tragedia en que viven y mueren los más pobres. Necesitan hacer su proceso de liberación. Es lo que hará posible un encuentro inédito y necesario entre Occidente y Oriente. Tal vez sería una ayuda recordar que lo oriental influye de manera evidente en el cristianismo.
Regreso al principio. Malo sería que Oriente y Occidente fuéramos igualándonos en el mercantilismo, el consumismo y el éxito fácil, algo que se ve venir con la actual globalización. Por el contrario hemos de abrir un diálogo entre iguales que nos ayude a pensar juntos hacia dónde va nuestra frágil nave y, sobre todo, a descubrir la conciliación, y cómo podemos hacer para que lo racional y lo místico se den la mano y no la espalda.
Nota final. Llevado por mi inercia intelectual he abordado en este texto aspectos de la relación entre Oriente y Occidente, dejando a un lado lo que podríamos denominar realidad extraoccidental (amerindios, africanos?). La próxima vez lo haré mejor.