UNA obra literaria debería nacer sin condiciones, impulsada por su aportación especulativa sobre la condición humana, con sus contradicciones y ansiedades. Debería nacer todo lo libre que sea posible en un mundo imperfecto y condicionado. Es lo que pedimos quienes nos acercamos al conocimiento y la imaginación no para confirmar nuestra propia razón del mundo, sino para ensancharla y demolerla si es preciso. Me mata lo que viene ocurriendo con la novela Patria, de Fernando Aramburu. ¿Obedece tanto ruido a una operación de marketing editorial? En ese caso, acepto sus excesos en el ámbito de las ambiciones de un producto en el mercado. Son muchos años los gastados en este oficio como para ignorar que todo vale en mercadotecnia, hasta lo irracional; pero no creo que la desmesura sea buena para la literatura, tampoco para los autores. Temo, sin embargo, que estemos ante un episodio de desbordamiento ideológico que se aproxima a la manipulación, con herramientas más sutiles que las utilizadas hasta ahora por los medios en el contexto de la construcción de lo que se viene en llamar el relato, que equivale a la verdad histórica.
A mí no me ha gustado el libro, leído de una tacada con el interés de quien ama las historias más intensas y profundas, las de rompe y rasga y lenguaje demoledor. Que Patria no sea de mi agrado carece de relevancia, incluso acreditaría así la calidad de la novela. Este no es un artículo de crítica literaria. Es una mirada sin complejos sobre la autenticidad de este fenómeno literario, artificialmente inflado. No puedo creer que una narración tan elemental a veces y tan tópica casi siempre pueda concitar alabanzas por doquier. Quizás escarmentado por lo vivido durante los años del mandato del lehendakari Ibarretxe, y también en épocas precedentes, cuando Euskadi era escenario de enrevesados manejos informativos por razón de Estado, se han activado mis resortes intelectuales, defensivos ante la percepción de un intento de construcción de una opinión prefabricada, favorable a determinada tesis no necesariamente coincidente con la verdad.
Por qué Aramburu se equivoca ¿Es más eficaz y poderoso un argumento cuando se presenta en el marco de una obra literaria? No lo creo. Cuando los norteamericanos tienen un problema sobre el que sensibilizar a su comunidad hacen una película. Suele funcionar, a veces. Los jesuitas, el Opus Dei, los judíos, el feminismo y toda suerte de causas justas o particulares se afanan por reivindicarse por medio de creaciones artísticas, porque la comunicación objetiva y la enseñanza de la historia no son suficientes. Por cierto, según los datos oficiales, el documental de Iñaki Arteta, Contra la impunidad, obtuvo seis espectadores en cines y veintinueve euros de recaudación, un éxito sin precedentes. Y es que las cosas tienen que ser vistas de otra manera, a través de narraciones que conmocionen y remuevan las emociones, de modo que el discurso pase de dudoso a indiscutible.
El inconveniente de las causas pendientes de reconocimiento es que tienen mucha prisa y les asfixia la ansiedad. No comprenden que el motor de la memoria es lento y, lo que es más importante, no saben que modificar la conciencia pública es muy complicado, por la dispersión mental de la gente y la multiplicidad de factores que intervienen. Hoy es tarea imposible, por fortuna. Solo en momentos de grave crisis y fragilidad de supervivencia el ser humano se pliega con facilidad a la trampa de una única versión de la realidad. Quizás estamos al borde de uno de esos trances.
El error de Fernando Aramburu es el reduccionismo de la narración en torno a dos personajes básicos, Miren y Bittori, torpemente retratados como dominadores de la voluntad de sus respectivos maridos -otra vez el ridículo mito del matriarcado vasco- que encarnan dos polos opuestos de Euskadi, el de la violencia y el de las víctimas. Es una enorme futilidad. Aquí no hay ni han pervivido dos bandos. Esa es la vieja teoría de España, encerrada en la dicotomía de las dos Españas. La realidad vasca era y es más compleja y traspasa la tosca dualidad que relata Patria. Estar contra la violencia de ETA no situaba a una mayoría social al lado de España, ni las posiciones nacionalistas eran cooperadoras del sector social que justificaba el terrorismo. La ideología antinacionalista del autor, cuya libertad de pensamiento nadie discute, sesga el relato de principio a fin. Hasta el título Patria desmerece por tendencioso y por su intencionalidad de fondo. Pero solo es una palabra.
El escenario de Aramburu es una caricatura y no sirve siquiera como alegoría. Se equivoca el narrador al desposeernos de la diversidad de la realidad y al obligarnos a optar por estar a uno u otro lado de la raya, como en los dogmas de la Iglesia. Y como tenía que haber un cura en esta historia, es de los malos para rematar el retablo vasco de personajes simples, que no existieron más que de refilón, irrelevantes, junto a otros muchos que los desmentían o replicaban.
No tiene sentido una novela grande para una historia gris, de telediario. Me siento fuera de la época y el lugar que narra Aramburu. Ni cobarde, ni callado, ni sumiso, ni cómplice, ni nada de lo que parodia para que encaje en su marco inexorable. Hubo una realidad y no fue de novela. Tuvimos mezquindades y fortalezas. Tuvo algo de tragedia y mucho de crisis de un país trastocado en su vivencia cotidiana por un grupo de fanáticos a los que solo una porción del pueblo se rindió en su demencial periplo. Los demás resistimos como pudimos contra los que mataban y contra quienes también mataban. Euskadi sobrevivió a la muerte como al engaño. Nos dieron por todos los lados y no sé quién fue más malvado.
España pierde el relato Mi impresión es que Patria quiere intervenir, a su manera, en la redacción del relato, la fijación de quienes tienen miedo de perder la estúpida batalla de la historia. ¿Qué importa la historia conociendo la verdad entre todos? Cabe que a Aramburu le estén utilizando para esa empresa. Los desmesurados reportajes que publicaron Vocento y El País apuntaban en este sentido. “Patria, el incómodo espejo de Euskadi”, titulaba el segundo, lo que daba idea de la intención mortificadora que el libro tendría que poseer para los vascos. Para confirmarlo, el reportero recalcaba el éxito editorial, con 150.000 ejemplares vendidos, “el 20% en Euskadi”, como si eso prometiera el efecto purificador de su lectura para al menos 30.000 vascos aún no redimidos. Yo también lo he leído y no me cuento entre quienes tienen penitencia pendiente, porque no tengo complejo de culpabilidad ni he hecho nada ignominioso, ni capitulado de mis vivencias, escritos y diálogos. Una novela no es más que una novela. Hace falta que sea grandiosa de alma y de palabra.
Si yo fuera Aramburu, rechazaría jugar a ser la versión vasca de Günter Grass, aquel que cargó sobre sí la tarea de limpiar con sus escritos las locuras que afectaron al pueblo alemán, a pesar de haber pertenecido a las Waffen-SS, brazo de combate de los nazis, liderado por el siniestro Heinrich Himmler. Su silencio hizo añicos su coherencia personal, dejando a salvo su grandeza literaria. Euskadi es una nación madura y suficientemente transversal como para ajustarse las cuentas por sí misma. Hubo un sector que apoyó el terrorismo; pero como sociedad no somos responsables de complicidad, cobardía o silencio.
El objetivo de la clase política y el poder mediático del Estado a su servicio es inocular a Euskadi el virus de la culpabilidad. Esto descargaría a los dirigentes de los partidos de su responsabilidad y su incompetencia quedaría sin juicio. Por lo que hicieron y lo que no hicieron. Patria nos introduce en ese túnel de falsificaciones desde la ficción, lo mismo que antes se intentó con la propaganda. En un país permeable, la verdad tiene el camino fácil. El cuento encantador de lo falaz penetrará por la puerta de la ingenuidad, bellamente disfrazado de palabras santas y portada de colores.