DONALD John tenía el triunfo en la mano aunque muy pocos analistas reparasen en ello cuando inició su estrafalaria carrera hacia las dependencias de ese edificio blanco sito en el número 1600 de Pennsylvania Avenue (Washington) que permite contemplar el mundo con una perspectiva que solo conocen los astronautas: desde arriba. Ocho años a vueltas con el segundo nombre de Barack Hussein Obama y nadie llegó a percatarse de que el primer apellido del candidato, ahora presidente electo, “trump”, significa “triunfo”, ese naipe en la manga de los trileros que jugaban al póquer en las mesas de los barcos de grandes ruedas del Misisipi. ¡Qué otro apellido podría ser tan acertado para dirigir el casino en que se ha convertido el mundo! No se extrañen si mañana, cuando jure el cargo sobre dos biblias aunque posiblemente nunca haya leído una íntegramente, mantiene los dedos cruzados por aquello de la superstición. En todo caso, los estadounidenses de todas las procedencias han elegido a este hijo de escocesa y descendiente de alemán que se autoproclama yanqui de pura cepa a través del sistema electoral que ellos han perpetrado, con o sin ayuda de los hackers rusos de Putin, eso sí; y tendremos que aguantarlo entre todos los próximos cuatro años. O no, no desesperen. Que “trump” tiene una segunda acepción. También significa “gas”. Un gas mucho más humano que el que se extrae con la técnica del fracking.