CASI cuarenta años después de que la selección de Euskadi volviera a competir, frente a Irlanda en 1979, y cerca de ochenta desde que dejara de hacerlo tras la guerra, todo sigue más o menos igual: jugando partidos amistosos sin mayor pena ni gloria. A pesar de las campañas de propaganda que nos presentan una autonomía panglosiana, el autogobierno realmente existente conlleva un alto costo político-deportivo: competencias limitadas, dependencia de voluntades ajenas y escasa visibilidad exterior. Un marco precario en el que el ejercicio democrático de la población vasca se reduce a las pocas cuestiones sobre las que Euskadi dispone de competencia exclusiva, que son muchas menos de las que se especifican en el Estatuto de Autonomía como materias exclusivas (artículo 10. Estatuto de Autonomía del País Vasco). Para todos los demás asuntos, incluidas las selecciones deportivas, la voluntad vasca es sustituida por otras ajenas, lo que hace de Euskadi un ente político permanentemente dependiente. Aunque la mayoría de asuntos se han repartido entre diferentes administraciones: locales, forales, autonómicas, centrales o europeas, con el proceso de integración europeo la mayoría de las decisiones se han trasladado a los órganos centrales del Estado y a las instituciones europeas. Quienes proclaman que Euskadi cuenta con una gran autonomía -“la mayor del mundo”- mienten interesadamente o no saben o no quieren saber que poderes subestatales como el vasco (o navarro) han entrado desde hace años en un proceso de debilitamiento acelerado. El nacionalismo español que acusa a Euskadi o a Catalunya de politizar el deporte invierte millones de euros en promover la marca España para obtener medallas o financiando a la élite asociada a su imagen corporativa (Repsol, Telefónica, Santander?).

Querer compartir soberanía con España implica trasladar la toma de una mayoría de decisiones al conjunto de la población española: un marco estatal en el que la ciudadanía vasca apenas representa el 5% y en el que el sistema electoral favorece la sobrerrepresentación del voto más conservador y españolista. El electorado castellano y andaluz condiciona la mayoría de las decisiones, dado que el sistema electoral español posibilita que las dos Castillas, que apenas superan los tres millones y medio de electores, cuenten con más escaños (52) que los cinco millones y medio de votantes de Catalunya (47 escaños). O que aunque el País Vasco y Navarra tengan más electores que Castilla y León, cuenten en el Congreso con 23 representantes mientras los castellanos-leoneses tienen 31. La distorsión es todavía más acusada en la composición del Senado. Mientras los catalanes eligen 16 senadores, los castellanos disponen de 56, y aunque los electores vasco-navarros son más numerosos que los castellano-leoneses, unos cuentan con 16 y otros con 36 senadores. Esto es así porque la configuración provincial del Parlamento español favorece la sobrerrepresentación de las circunscripciones castellanas lato sensu. Es decir, además de las provincias pertenecientes a las dos comunidades autónomas de Castilla y León y Castilla-La Mancha, que suman catorce provincias, otras como las de Madrid, Cantabria, Murcia o La Rioja, históricamente vinculadas a Castilla, forman junto a las ocho andaluzas y las dos extremeñas un bloque político con un comportamiento electoral en el que abrumadoramente domina el bipartidismo de PPSOE. Ese sistema electoral hace posible que la España española, que apenas representa a la mitad de la población, cuente sin embargo con la mayoría de la representación en el Congreso y la mayoría absoluta del Senado.

En ese contexto, el reciente fiasco del partido navideño de la Selección Vasca de fútbol, que congregó a apenas quince mil asistentes, puede por diferentes motivos interpretarse como expresión de una desafección in crescendo. Euskadi dispone de un potencial futbolístico mucho mayor de la competencia jurídico-formal con la que le proveen sus instituciones y su afición aspira a otros retos, cansada de la pachanga navideña que se le ofrece una y otra vez. La reivindicación de una selección nacional se ha ido diluyendo en un acto folklórico-político cuyo interés popular ha disminuido muy sensiblemente. Parecen muy lejanos los años en que San Mamés aparecía repleto y lo que fue una fecha reivindicativa se ha convertido en una demostración de la minorización vasca en la esfera deportiva. Aunque la estructura administrativa se haya engrandecido, casi cuatro décadas más tarde el avance competitivo ha sido nulo. En la última cita, a las gradas semivacías se sumó una falta absoluta de estímulos organizativos: ni banda de música o coreografía festiva, ni regalos de camisetas, balones, pins o banderines a los más pequeños. Nada de nada; como si en lugar de la Federación Vasca de Fútbol el acontecimiento lo hubiera organizado un marciano. Ni tan siquiera, y a pesar del carácter internacional, y siendo Túnez, el equipo rival, se empleó el idioma árabe por megafonía o en videomarcadores. Ningún detalle para la afición rival que aunque invisible en el campo seguramente habrá seguido la campaña de preparación para la Copa de África a través de prensa y televisión. Otro detalle de la desidia e improvisación fue que quienes portaban las banderas nacionales de Euskadi y Túnez buscaron el lugar para la foto oficial a salto de rana. Por otro lado, la ausencia de Esait se hizo notar. En un ambiente bastante frío, algunas olas no hicieron olvidar pasadas marejadas. Muy pocas ikurriñas y pancartas reivindicativas; pocos cantos... pese a que durante años habían sido atrezzo habitual. Afortunadamente, tampoco hubo invasiones de campo o silbidos a jugadores que deslucieron anteriores partidos. En cuanto al juego, el hecho de cambiar íntegramente al once inicial en la segunda parte es representativo de la falta de seriedad competitiva de este tipo de encuentros, en los que además de la escasa entidad deportiva de los rivales, no suelen contar, como en el caso de Euskadi, con sus mejores jugadores (nadie vino de otras ligas distinta a la LFP).

Aunque la cháchara hispánica suele recurrir a argumentos falaces para justificar su negativa a respetar la voluntad vasca de disputar competiciones internacionales, una abundante casuística confirma que hay naciones sin Estado que juegan en competiciones internacionales, como Escocia; o Estados cuyos equipos juegan en ligas de otros países, como Mónaco o Andorra; o federaciones que disputan competiciones internacionales sin ser Estados, como Gibraltar o las Islas Feroe; o naciones como Gales que disputan competiciones internacionales y cuyos clubs principales juegan en otras ligas (Premier League inglesa). El motivo de que Euskadi o Catalunya no sean miembros de la UEFA o de la FIFA obedece a la oposición de la Real Federación Española de Fútbol. Esa negativa refleja la actitud que expresan las instituciones centrales del Estado, contrarias a que el autogobierno pueda desarrollarse en la esfera deportiva internacional. Aunque España no tendría que renunciar a su selección, los patriotas deportivos españoles se niegan a que Euskadi y Catalunya puedan disputar competiciones internacionales. La invisibilidad y la sensación de fracaso de este modelo de selecciones autonómicas, aún podría resultar mayor con el ofrecimiento para que la única selección verdadera dispute en Bilbao una competición internacional. Un acontecimiento de alto valor simbólico, UEFA 2020, que España y su Real Federación, preparan concienzudamente para que San Mames se llene de rojigualdas y Euskadi continúe, otros cuarenta años, sin poder competir oficialmente.