Antes de morir, Franco cogió la mano del rey Juan Carlos y le dijo: “Alteza, la única cosa que os pido es que preservéis la unidad de España”. El rey le hizo caso y eligió a Adolfo Suárez para que pusiera en marcha una Transición... El resto ya se sabe: los hombres de Franco continuaron en lugares de poder, tan tranquilos, y la dictadura se acabó con problemas, pero sin ningún juicio ni ningún culpable. El Valle de los Caídos... Unos brindamos con champán y otros fueron a despedirle, pero ni las fiestas ni las lágrimas liquidaron su componente simbólico. Al contrario: ahora, cuarenta años después... ocurre el neofranquismo que experimenta el PP y vuelve al primer plano la exaltación nacionalista. Se anunció la exposición de una estatua de Franco decapitado y se abrió la válvula que reaccionó la visceralidad. Subió un grado más la indignación y, de rebote, se convirtió en munición contra el consistorio de Barcelona y, en concreto, contra su alcaldesa, Ada Colau. La flamante exposición es necesaria, como lo es cualquier manifestación que invite a la reflexión y al conocimiento del fascismo. Siglos en los que vivieron personas en paz y libertad, pero también víctimas de los crueles caprichos del poder. Para todos ellos, la figura de un dictador decapitado también es un tardío homenaje. Un Franco decapitado no es una afrenta, pero sí lo es tratar de denigrar a todo un espacio político, tachándolo de desleal, de traidor. Nada nuevo que no haya sufrido la izquierda durante décadas... y que sea piedra de toque de la madurez democrática.