Reinventar la ONU
Tras la cumbre sobre refugiados y la Asamblea general solo cabe constatar que Naciones Unidas necesita una profunda transformación si pretende seguir sirviendo a los propósitos que llevaron a su fundación hace 71 años
TANTO la cumbre de la ONU sobre los refugiados del lunes como la Asamblea General de la organización que arrancó ayer en Nueva York confirman hasta qué punto se ha visto mermada la capacidad de las instituciones internacionales para influir o mediar en el tablero de los enfrentamientos en que se ha convertido la geopolítica. El solo hecho de que la primera cumbre sobre refugiados celebrada en las más de siete décadas de existencia de la ONU apenas lograra una declaración no vinculante y sin concreción alguna, ni siquiera económica más allá de decisiones particulares de países (Japón) o empresas (EE.UU.), da medida de esa impotencia. Cuando el mundo afronta lo que ya se acepta como el mayor desafío humanitario de la historia, con 24 millones de refugiados y 40 de desplazados y los 193 estados de la ONU no van más allá de los principios generales sobre derechos humanos y de un catálogo de buenas intenciones en la pomposamente denominada Declaración de Nueva York, solo cabe constatar que Naciones Unidas necesita una profunda transformación si pretende ser capaz de servir a los propósitos que estipularon sus fundadores en el art. 1 de la Carta rubricada el 24 de octubre de 1945. Por si hubiese dudas al respecto, la obligada suspensión del reparto de ayuda en Siria que la misma ONU se ha visto obligada a anunciar en coincidencia con su Asamblea General tras el ataque, nada casual -“deliberado”, en palabras del secretario general de la ONU, Ban Ki-moon-, a un convoy humanitario tras el final de la precaria tregua; muestra el deterioro de la imagen de la ONU como organismo disuasorio y de interposición y al hacerlo agrava al mismo tiempo la limitación de sus capacidades, ya puestas seriamente en entredicho incluso antes de que se ignoraran sus resoluciones previas a la intervención de Estados Unidos en Irak. Y no basta con que Ban Ki-moon, por fin pero en su despedida tras diez años al frente de la ONU, entone su discurso más duro y plante acusaciones sin señalar acusados, con la salvedad de Al Assad, ni con que exija en el momento de su marcha eliminar el derecho a veto de cinco países que “pone en peligro la efectividad y legitimidad” del Consejo de Seguridad. En un mundo en el que otros muchos agentes gozan de capacidad global y la utilizan con el único objeto de su beneficio, la cualidad supraestatal ya no es suficiente para la ONU, obligada a reinventarse a sí misma.