EL llamado procés recibió un serio varapalo en los comicios autonómicos de septiembre pasado, en que las opciones independentistas obtuvieron menos votos que las que no lo son. Si las elecciones no se hubiesen planteado en términos plebiscitarios quizás podría haber valido otra interpretación, pero fueron plantadas como un plebiscito. Para que no hubiese dudas el nombre de la principal candidatura independentista, Junts pel Sí, era suficientemente expresivo.
Las posteriores negociaciones entre Junts pel Sí y la CUP arrojaron más palos a las ruedas del procés, al no ser capaces de consensuar un president para la Generalitat. Esa incapacidad tuvo su origen, aparentemente, en la fidelidad de unos y otros a los compromisos adquiridos ante sus electores, fidelidad que -a la vista está- es más firme que la voluntad de llevar adelante un “proceso constituyente para Cataluña”. Está claro, pues, que unos (Junts pel Sí) y otros (las CUP) tienen objetivos divergentes, y lo son hasta tal punto y tienen tanta importancia esos objetivos que ambos grupos supeditan a su consecución la viabilidad del proceso, si es que a estas alturas cabe hablar de tal cosa con un mínimo de propiedad.
El tercer revés para los partidarios de la independencia se produjo el 20 de diciembre. Es cierto que no debe atribuirse a los resultados de elecciones autonómicas y legislativas el mismo significado porque, entre otras cosas, éstas no se plantearon en términos plebiscitarios. Pero no es posible prescindir del hecho de que los partidarios de la independencia experimentaron, en conjunto, un descenso importantísimo. Y tal descenso no se habría producido si en la sociedad catalana permaneciese la pulsión independentista que había protagonizado la política catalana durante los años anteriores.
Y por último, la rocambolesca asamblea nacional de la CUP -con su carambolesco empate- seguida de la decisión de su Consell Politic, han puesto nuevos obstáculos a un proceso que, más que avanzar, agoniza.
Si nos atenemos a los antecedentes, lo lógico sería pensar que las negociaciones de última hora no van a sacar del atolladero a los independentistas catalanes, y que el lunes, tras semanas de negociaciones infructuosas, Artur Mas firmará el decreto de convocatoria de nuevas elecciones autonómicas. Pero la política discurre a veces por extraños vericuetos y tampoco extrañaría a nadie que en el tiempo de descuento se alcanzase un acuerdo que permitiese no tener que repetir las elecciones. Y es que los dos protagonistas tienen poderosos incentivos para evitar unas elecciones inminentes. Ambos han sufrido un importante desgaste por unas negociaciones que, de celebrarse nuevos comicios, no habrían conducido a ninguna parte, y es perfectamente posible que una candidatura próxima a Podemos resulte vencedora y que lo haga, en parte, gracias a votantes independentistas hartos de tan penoso espectáculo. Es lo que ha ocurrido en las legislativas y aunque la lógica de unas autonómicas es diferente, no lo es quizás tanto como para anular tendencias de fondo que bien pueden estar conduciendo al electorado catalán en direcciones muy distintas a las de hace unos meses.
Hace unos pocos años, cuando en las calles y carreteras catalanas miles y miles de ciudadanos se manifestaban a favor de la independencia, y los partidos favorables a tal opción recibían un fuerte apoyo electoral, había entre nosotros voces que proponían o, incluso, exigían que en la Comunidad Autónoma Vasca se dieran los mismos pasos que se estaban dando en Cataluña. Había que seguir la “vía catalana”. Otras voces, más cautas o más inteligentes insistieron, sin embargo, en la idea de que cada uno ha de seguir su propio camino. Creo que no se equivocaron.