Estado de Derecho y derecho a la desobediencia
HOY poca gente discute la fórmula del Estado de Derecho como la más civilizada o la única aceptable para organizar la comunidad política. Que yo sepa, no lo hace ningún partido político en nuestro país, por supuesto ninguno de los partidos de orden o defensores del sistema vigente, pero tampoco los que quieren otro orden y son calificados a veces como antisistema. Izquierda Unida, por ejemplo, se pronuncia en sus estatutos por “un estado social y democrático de derecho, republicano, federal y laico”.
Estado de Derecho no es sino el que se somete al Derecho y, en particular, respeta los derechos humanos conforme a las declaraciones y tratados internacionales. Es decir, no solo se somete a los ciudadanos -como los súbditos de los antiguos sistemas feudal y absolutista o de cualquier moderna tiranía-, sino que también los poderes públicos están sometidos al imperio del Derecho, nadie resulta inmune a él. Claro que las invocaciones al Estado de Derecho no siempre suenan igual. Desde los sectores conservadores, aferrados al principio de autoridad, se suele contemplar más a menudo su ejercicio de arriba hacia abajo, para justificar la actuación del poder sobre los ciudadanos. Desde los sectores progresistas se suele hacer más hincapié en la garantía de derechos, se contempla desde abajo hacia arriba, la exigencia de límites y controles en la actuación del poder público. Pero desde cualquier punto de vista, no hay más remedio que sospechar sobre la escasa cultura cívica reinante en este país en relación con el Estado de Derecho. En general, todo el mundo está presto a exigir el cumplimiento estricto de la ley a los demás, pero a arrogarse el derecho a incumplirla cuando lo considere justificado por cualquier motivo, incluidos el confundir los textos legales con simples recomendaciones o no distinguir las aspiraciones legítimas de los derechos exigibles. El ejemplo de Sócrates, que aceptó una injusta condena de muerte y se tomó mansamente su dosis de cicuta invocando la santidad de la ley, ha cundido poco.
Con frecuencia, para incumplir la ley se apela a otro derecho superior, el derecho a la desobediencia, o el derecho de rebelión en su expresión más radical. Aquí hemos de distinguir, en realidad, dos desobediencias distintas, una blanda, que cabe dentro de la propia ley, como cuando se establecen causas que eximen de la responsabilidad penal (defensa propia, estado de necesidad) o justifican una objeción de conciencia, casos extremos de conflicto de derechos que permiten desobedecer algún precepto sin ser castigado por ello; y otra dura que no cabe dentro de la ley, se trata pura y simplemente de incumplirla. ¿Existe tal derecho a la desobediencia? Y, en tal caso, ¿quién y cuándo puede invocarlo? Preguntas sin respuesta fácil.
No creo que las autoridades puedan invocar su derecho a la desobediencia. Ada Colau, recién ganadas las elecciones a la Alcaldía de Barcelona, declaró que “si hay que desobedecer leyes que nos parezcan injustas, se desobedecerán”. Difícil se lo pone para ejercer su cargo. El resto de ciudadanos e instituciones que deban someterse a su autoridad quedan legitimados para hacer lo mismo. No parece que el juicio sobre cuándo una ley resulta injusta, o su aplicación a un caso determinado resulta injusta, pueda dejarse a la libre apreciación de cada ciudadano particular concernido, pues ello socava el propio concepto de Estado de Derecho y se sustituye por la ley del más fuerte.
Ha de haber autoridades y jueces independientes para apreciarlo y ha de partir de una presunción de que la ley regularmente promulgada es justa. Pero, ¿qué ha de hacer un ciudadano si se encuentra en un caso así? ¿No debe seguir el criterio de su conciencia y rebelarse ante la ley injusta? Parece que, efectivamente, ante la ley injusta ha de apelarse a una norma superior, en última instancia al principio de justicia, a la afirmación de Platón o de san Agustín de que la ley injusta no es ley. Pero la desobediencia civil, en estos casos, no debe implicar impugnar los principios del Estado de Derecho sino reafirmarlos y, por ello, pasa por aceptar las consecuencias de los actos de desobediencia, en su caso una detención, una sanción, una condena, aunque sean injustas y contra las que se reaccionará a través de los propios cauces del Estado de Derecho, incluyendo la exigencia de derogación o reforma de leyes que están produciendo resultados clamorosamente injustos. Así se han desarrollado los principales movimientos de desobediencia civil, como los protagonizados por Gandhi o Luther King. Ambos soportaron cárcel en más de una ocasión. Es obvio que tenemos muchas leyes injustas (dudo de la capacidad humana para elaborar leyes perfectamente justas) contra las que hay que luchar, pero no tantas como para alcanzar un grado de injusticia tal que justifiquen el recurso sistemático a la desobediencia (sí creo que pueden justificar la desobediencia en algunos casos, por poner ejemplos actuales, la aplicación de la vigente Ley Hipotecaria o de la Ley Mordaza).
¿Puede ser, no el ciudadano directamente obligado, sino un sujeto colectivo el titular del derecho a la desobediencia? ¿Puede serlo el pueblo vasco, o el pueblo catalán, tal como promueven algunas fuerzas nacionalistas partidarias de rebelarse contra el ordenamiento jurídico español y lograr la independencia unilateralmente y por la vía de hecho? Ciertamente, hay más de un precedente, pero parece que para justificar un hecho así deben darse las circunstancias a que aludía sabiamente la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776: “La prudencia, claro está, aconsejará que los gobiernos establecidos hace mucho tiempo no se cambien por motivos leves y transitorios; y, de acuerdo con esto, toda la experiencia ha demostrado que el género humano está más dispuesto a sufrir, mientras los males sean tolerables, que a hacerse justicia mediante la abolición de las formas a las que está acostumbrado. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, que persigue invariablemente el mismo objetivo, evidencia el designio de someterlo bajo un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y proveer nuevas salvaguardas para su futura seguridad”. Me parece dudoso poder afirmar que el País Vasco, o Cataluña, o cualquier otra porción de España, por muchos y ciertos que puedan ser los agravios que se denuncien, estén sometidos colectivamente a tal despotismo absoluto.
No creo, tampoco, que deba confundirse el derecho a decidir (derecho de los ciudadanos a ser consultados de algún modo acerca de cuestiones políticas trascendentes, especialmente sobre su pertenencia y su status dentro de una determinada comunidad política) con el derecho a rebelarse. El derecho a decidir, como tantos otros, es un derecho de configuración legal, debe ejercerse por los ciudadanos -individual o colectivamente, pero los titulares son los ciudadanos, no un sujeto soberano ideal- con la extensión, límites y procedimientos regulados en las leyes. Una regulación deficiente de la capacidad de los ciudadanos para decidir -toda regulación de este tipo tiene sus deficiencias, y la vigente en España muy acusadas- no justifica por sí sola pasar por encima de ella y acudir a la desobediencia civil. Si nos creemos el Estado de Derecho, habrá que actuar dentro de esa regulación obteniendo las mayorías o los pactos necesarios para cambiarla, para mejorar el sistema electoral, los cauces de participación de la ciudadanía, las consultas o referendos, el proceso de reforma constitucional, etc. Solo un total bloqueo o ausencia de cauces de participación -el “despotismo absoluto”- justificaría el recurso a la rebelión.