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La amenaza integrista

AUNQUE el efecto mediático de la amenaza del Estado Islámico (EI) parece que ha sucumbido al paso del tiempo en los medios de comunicación occidentales, sigue muy presente. Todavía estamos muy lejos de haberlo solventado. Hace apenas unos días, se anunciaba que habían ocupado el centro de Ramadi, importante ciudad de la región de Al Anbar. Su posición estratégica entre Siria e Irak, dos países cuyo poder central está, en buena medida, desarbolado, la han convertido en un hueso duro de roer a la hora de poder ser derrotado.

El autoproclamado califato sigue siendo la misma amenaza de ayer, la ventaja es que ahora conocemos algo mejor sus virtudes y, también, sus debilidades. Porque no se trata de verlo únicamente desde esa dualidad de mal y bien, ni mucho menos. Desde el punto de vista Occidental, lejos estamos aún de comprender la naturaleza del Islam, cuál es su atractivo y por qué ha alcanzado una posición tan fuerte partiendo de la nada. Abubaker al Bagdadi acaba de llevar a cabo, recientemente, un llamamiento a los fieles para que emigren al califato. No cesa en sus intenciones de querer perdurar en el tiempo. Aunque se piensa que el líder espiritual yihadista está muy enfermo, la inteligencia norteamericana ya ha identificado a su posible sucesor, Al Afari, ya que fue quien se encargó de dirigir la oración en la mezquita de Mosul, epicentro religioso de este nuevo Estado. Así que su relevo está asegurado. El EI pasó de ser una fuerza pequeña a extenderse por una amplia región de difícil acceso, lo que le ha permitido consolidarse hasta unos límites insospechados, poniendo en jaque a gobiernos, estados y políticas internacionales. Su prédica de un Islam primitivo, pues busca reconstruir el viejo califato erigido por Mahoma, se ha convertido en un concepto de corte ideológico-religioso que le ha otorgado una capacidad de llamada inusitada en el mundo islámico de confesión suní. Aunque, en esa misma contradicción, haya utilizado las nuevas tecnologías, Internet, para conseguir atraer a miles de creyentes. Defensor de una visión salafista, radical, este islamismo, antioccidental, pretende acabar con el chiísmo, considera apóstatas a los que lo procesan y como tales los trata, no respetando tampoco a otras confesiones religiosas que deseen cuestionar su primacía. Son estas intenciones las que han sacudido con una fuerza desmesurada la región.

Sin embargo, el esfuerzo conjunto de los países árabes afectados, desde Turquía a Irán, donde ha instaurado su régimen draconiano pero justo, a la manera árabe (se ha empeñado en atender a la población civil), ha hecho posible frenar, levemente, su avance (llegándose hasta la mítica y emblemática ciudad de Palmira). Pero no ha habido manera de sacarles de sus posiciones actuales. Armar a la guerrilla kurda, que ha servido de tapón en el norte; reforzar los gobiernos regionales y los ataques aéreos a sus posiciones son, de momento, las únicas estrategias empleadas.

En un frente en donde no es necesario demasiado material bélico pesado -es cierto que nadie dispone de él-, las fuerzas del EI se han mostrado ágiles, fanáticas y resolutivas, con unas fuentes regulares de financiación internas (petróleo) y externas (colaboración de otros musulmanes), además de contar con voluntarios procedentes de diversos países. La yihad no conoce fronteras ni nacionalidades, tampoco la paz, pues el valor del condicionante bélico es su mayor activo, a contracorriente del mundo en el que vivimos.

La crisis de identidad islámica enfrentada al mundo moderno en el que se han relajado las costumbres sociales ha hecho que muchos musulmanes, tanto hombres como mujeres, hayan visto en el EI la reencarnación del modelo de sociedad islámica ideal.

Así, Al Bagdadi ha hecho un llamamiento general y está recibiendo a fuerzas voluntarias de todos los rincones del planeta, incluidos los países europeos. A diferencia de Al-Qaeda, de la que nació, organizada en células terroristas por todo el globo despertando la conciencia islámica mediante el terror, sin un país de referencia, el EI se ha constituido para conquistar y expansionarse, cuya matriz fundamentalista parte de leer e interpretar los textos sagrados de la cultura musulmana con una mentalidad propia de la época medieval (siglo VII).

Buscan la pureza perdida del primer Islam (tal y como fue concebido en aquella época marcada por la violencia, la falta de reconocimiento de los derechos humanos y dignidad humana), interpretando que cualquier pecado cometido contra las leyes sagradas es apostasía y merece el castigo correspondiente, así, “vender alcohol o drogas, llevar vestimenta occidental, afeitarse la barba, votan en unas elecciones -incluso por un candidato musulmán- y evitar calificar a otros de apóstatas” (Graeme Wood) es peligroso para quien le toque vivir bajo su manto. Para ello no han dudado en limpiar el solar sagrado del califato. Ya hemos podido comprobar en las redes sociales la brutal escenografía de las ejecuciones llevadas a cabo para horror del mundo occidental y musulmán, que en modo alguno comparte esa visión cerrada pero, a la vez trascendente (pues pone el acento en buscar la salvación en un marco que ella considera el fin de los tiempos) y obcecada que niega la realidad de las sociedades actuales.

Pero la fortaleza actual del EI es su mayor debilidad. Necesita del territorio para ser un califato. De lo contrario, a diferencia de Al-Qaeda, desaparecerá. Claro que retomar las regiones que ocupa no es nada sencillo porque un ejército deberá abrirse paso para lograrlo. Y está descartada una operación de estas características por Estados Unidos para no encender más los ánimos y por el alto coste moral y humano que traería consigo.

De momento, el mayor enemigo para el califato son ellos mismos, con su intransigencia y política de terror, pero también es hora de que el Islam se mire a sí mismo y se acepte como una religión del siglo XXI, de acuerdo a la humanidad en la que vive.