LA experiencia de no poder alcanzar lo esperado es tan humana como la conciencia de sí mismo. Y suele decirse que los padres que tratan de ahorrar esa experiencia a sus hijos, procurando satisfacer todos sus caprichos por temor a que se sientan frustrados, los condenan a no madurar. Lo sabio es descubrir las posibilidades inherentes a la capacidad humana de cada cual, experimentando las limitaciones igualmente propias, lo que exige aprender a gestionar las frustraciones que la vida nos depara.
Todos los gobiernos democráticos buscan como condición necesaria, nunca suficiente, un amplio respaldo popular. Así, se sienten obligados a legitimar sus decisiones para poder satisfacer los deseos y las aspiraciones de la mayoría de los ciudadanos.
A veces, sin embargo, los gobernantes -muchas veces en connivencia con otros poderosos- tratan de ocultar a los ciudadanos anuncios de crisis para ahorrarles -como a los niños- la ingrata frustración, aplazándola por artes engañosas, como las que se han extendido en algunas recetas de truhanes que han hecho de la ingeniería financiera una herramienta de casino a la medida de sus ambiciones de poder político y/o económico. Cuando estalla lo inevitable con esos antecedentes, es casi siempre tarde para hallar una salida justa.
El hecho cierto es que en nuestro propio entorno inmediato -y en muchas partes de Europa- se vive la dolorosa experiencia de una frustración amarga. Se han roto muchas esperanzas cuyo cumplimiento se creía asegurado. Familias que no pueden satisfacer sus necesidades con dignidad. Padres que ven que sus hijos no van a tener -al menos a corto plazo- las oportunidades para las que les habían preparado, habiendo invertido muchos sacrificios en su formación profesional y académica. La interminable aparición de corrupciones públicas y privadas, con malversación de bienes públicos, despilfarro ostentoso de las clases pudientes, salarios e indemnizaciones abusivos de cargos directivos o deportistas de élite, evasiones fiscales millonarias... En el caso de la vida política, es permanente la acusación gratuita y calumniosa que hace responsable de los propios fracasos a los demás, la ocultación de la verdad, la falta de autocrítica de los propios principios impuestos siempre como inmutables, así como la odiosa manipulación de datos o la denigración de los que en un ambiente de corrupción y sospecha quieren jugar con honestidad y limpieza. El estúpido juego sucio del desprestigio ha sustituido a la discusión razonada y educada. En definitiva, el desinterés por el sufrimiento de quienes más padecen las consecuencias de la crisis.
Es natural que en este contexto toda persona responsable se pregunte por las causas de esta frustración social ampliamente extendida. Y, sobre todo, se pregunte por el modo de evitarla en el futuro. Partiendo desde esas inquietudes se destacan en esta reflexión algunos aspectos específicos de la ética democrática en relación a la gestión política de la frustración social.
Es importante distinguir entre crisis y frustración. Crisis diagnosticadas acertadamente y asumidas con sabiduría pueden incluso ser oportunidad de crecimiento y mejora.
La frustración es siempre efecto de una gran desproporción entre los objetivos esperados y las metas realmente alcanzadas. Las crisis pueden ser su desencadenante. Sobre todo si se ha vivido engañado en relación a su existencia o naturaleza. Por autoengaño -no querer ver y reconocer lo que estaba ocurriendo- o por engaño inducido, positivamente por personas en quienes siempre había confiado o negativamente porque no ha sido avisado por quienes tenían obligación de hacerlo. Son muchos los ejemplos sangrantes últimamente vividos entre nosotros. Es necesario constatarlo.
En el clima social generado en el contexto de crisis y frustración que se vive en nuestra sociedad, existe el riesgo de intentar superar el engaño o autoengaño con otro engaño o autoengaño mayor. La rabia y la desesperación que pueden producir la conciencia de ser víctima del engaño de quienes eran de su confianza, fácilmente puede transformarse en confianza absoluta en quienes -a cambio del voto de los engañados- prometen, solo prometen, eliminar las raíces mismas del engaño.
Para resolver democráticamente el problema del engaño -sea reaccionario o revolucionario- es necesario que los ciudadanos estemos atentos en el discernimiento de la verdad de los hechos. Para ello son necesarias dos condiciones: confianza compartida y crítica solidaria. Ambas. La confianza sin crítica es caldo de engaño. Y la crítica sin confianza destruye la solidaridad. Sin su concurso, la democracia fácilmente deviene en el arte del engaño posible para acceder al poder o mantenerse en su ejercicio, así como para controlar el mercado a modo de un casino.
En un funcionamiento auténticamente responsable de nuestra convivencia, además de elegir a nuestros representantes y encomendarles la defensa de proyectos o programas, debemos exigirnos a nosotros mismos y exigirles a ellos una pública ejemplaridad. Los protagonistas visibles de la vida política, económica y cultural tienen el deber de la ejemplaridad, algo que también se nos exige a cada uno de nosotros en nuestra vida familiar, vecinal, social, política y profesional. En definitiva, se nos está exigiendo una sincera y auténtica regeneración ética.