PLATÓN propuso salir de las sombras de la caverna y buscar el conocimiento en la luz del exterior. Reconozcamos que hemos concebido numerosas soluciones platónicas al conflicto vasco. Para recurrir a ese auxilio externo se decía que los que vivíamos en el foco del problema estábamos contaminados y que nuestra visión se encontraba a merced de condicionamientos subjetivos. Se creía, entonces, que la solución justa y objetiva debía venir de fuera.

Durante años seguimos recurriendo a todo tipo de recursos foráneos, esperando de estos un remedio taumatúrgico. Así fue con la comisión de expertos extranjeros que reunió Ardanza en su primera etapa de lehendakari o con los foros que aquí se activaron para emular los procesos de paz internacionales (Sudáfrica, Irlanda) de los 90 del pasado siglo. Y, en cierto modo, así se entiende todavía ahora. Sin embargo, de la interminable nómina de especialistas, facilitadores, verificadores y amigos internacionales de la paz vasca que nos visita desde hace décadas, pocos nos han aportado consejos realmente productivos, y muchos más han actuado de manera unilateral y contraproducente.

No hay un estándar universal para la paz y la convivencia. La realidad es que vivimos en la caverna de Platón. Salir de ella es perder de vista las sombras del conflicto, aunque también alejarse de los destellos vitales del hogar en el que habitamos, a los que corresponde alumbrar la solución de nuestros problemas. ¿De qué nos sirve creernos capacitados para tomar nuestras propias decisiones si a la vez estamos a la espera de las instrucciones emitidas por ingenierías y gabinetes extraños, por muy expertos y objetivos que sean considerados en cuestiones relativas a la paz? Debemos buscar nuestros propios referentes, que representen el pulso social real, sin esperar gran cosa de soluciones diseñadas desde muy lejos, que pueden alentarnos a actuar equivocadamente, y conforme a conductas inconciliables con nuestra propia idiosincrasia. Lo más importante es, por lo tanto, la implicación y la iniciativa de actores sociales o político-institucionales radicados aquí, a los que siempre se podrá agregar el respaldo de gente y programas de carácter externo.

Creo que nuestros políticos ya tienen muy bien aprendida esta lección. Aunque sea por razones diferentes. Hace unos días, el diario Berria buscó la opinión de Igor Zulaika, representante de Sortu en Bruselas, e Izaskun Bilbao, eurodiputada del PNV, respecto al apoyo internacional al proceso de paz vasco. El primero resaltó la importancia que adquiere la implicación de la comunidad internacional como forma de “desgastar al Estado”, en la misma línea que se definía en Bateragune de “sacar provecho a la sensibilidad internacional” para la causa particular de la izquierda abertzale. La eurodiputada, por el contrario, señaló que lo fundamental era que los vascos realizáramos los etxeko lanak que nos tocan antes de pedir la ayuda exterior.

Vistas las respuestas de ambos, se podría concluir que los dos representantes de Euskadi en Europa entienden la participación internacional como un factor subordinado a la visión concreta del proceso que tenemos aquí. Zulaika y Sortu la supeditan a su plan de confrontación (Gatazka) con el Estado y Bilbao, por el contrario, a los deberes que habremos de cumplir los vascos para consolidar la convivencia en nuestra casa (Etxeko lanak).

Esta imagen de los etxeko lanak es muy sugerente. La casa, como hogar o comunidad doméstica, es el eje de la cultura tradicional vasca. La mención a ella nos puede llevar a reavivar todo un universo cultural de significados compartidos. De acuerdo con Joxemiel Barandiaran, “todavía subsisten los cimientos y las columnas de nuestra cultura tradicional y son aptos ciertamente para estructurar los modos de vida de nuestro pueblo, para vigorizarlos y darles un sentido auténticamente vasco: en ello tenemos fundada nuestra esperanza”. Columnas y cimientos que, unidos a un suelo ético socialmente consolidado, podrían conformar un potente basamento sobre el que se reconstruiría la casa dañada.

En la medida en que la convivencia es un proceso dialógico y comunicativo, la función atribuible al lenguaje es reproductora de sentido, transmitiendo esos significados que son compartidos. Las columnas y los cimientos de la infraestructura de la convivencia tradicional vasca siguen presentes en nuestro lenguaje. Conforman un marco de referencia al que nos remitimos a menudo, y que sirven para entendernos mutuamente y que afirman valores comunes.

Por poner un ejemplo: es más difícil encajar en ese marco intercomunicativo el mensaje que postula desgastar al Estado que el que demanda la realización de los etxeko lanak de la convivencia. Aquel remite a un interés particular, mientras que este último se ajusta perfectamente al sentido común. El ejercicio social del convivir comporta, para el sustrato cultural que está presente en la lengua, una serie de obligaciones que alcanzan a todos los vecinos y que se originan a partir de los deberes relativos al hogar, la familia o la casa. Así, en auzoa se fusionan la dimensión individual y la social de la convivencia, al significar indistintamente tanto vecino como vecindad. Hay también nombre para las tareas que se comparten entre los vecinos, auzo-lorra, ordea y auzolan, sean por solidaridad o interés común. Todo eso situado en el contexto más amplio de la herrigintza, que incluye las responsabilidades públicas que adquieren los vecinos que representan a su comunidad, aunque no como clase política (fea palabra con la que algunos representantes se autodenominan hoy sin ruborizarse) sino como agintaritza, expresión vasca que implica compromiso.

Todas estas palabras no carecen de significado para nosotros. Entre los vascos se dice que “izena duen guztiak izana du”. En conclusión, si damos por bueno que a través del lenguaje comunicamos intenciones y compromisos recíprocos, en un marco de sentido que todos entendemos, haríamos muy bien en recurrir al euskera y a sus significados para completar los etxeko lanak que necesitamos hacer para vivir juntos. Podemos valernos del conocimiento de la realidad de las comunicaciones lingüísticas “no solo para explicarnos nuestra historia, sino para ser capaces de encontrar un destino mejor”, dice el filólogo Sánchez Carrión. Así tendríamos un referente lingüístico propio y compartido sobre el que podríamos mejorar nuestra acción comunicativa para ayudar a reconstruir una convivencia que ha quedado muy deteriorada tras tantos años de violencia.