EN algún momento del siglo, más pronto que tarde, el sistema educativo tendrá que enfrentarse al reto que le ponen delante las nuevas tecnologías. La información está cada día más cerca. Un niño de siete años con un móvil puede encontrar en treinta segundos el nombre del último césar o la fórmula del ácido clorhídrico. Por eso el objetivo es buscar vías para que ese sencillo acceso a la información se traduzca en un estímulo para el conocimiento. Poner la información al servicio de la formación. Les cuento como ejemplo que el que suscribe aprobó en COU la música de primero de BUP con una táctica infalible: aprender cinco compositores y medio y esperar a que cayeran en el examen. Era cuestión de tiempo, el premio fue un 9, pero hoy no recuerdo ni quiénes eran los músicos, y aquella asignatura no despertó en mí ni el más mínimo interés por la música ni, desde luego, activó la zona del cerebro que marca la diferencia entre los ingenieros aeroespaciales y el común de los mortales. Nuestra educación, en líneas generales, está demasiado volcada en la divulgación de conocimiento obviando la parte más complicada del entendimiento, el fomento de la inteligencia y la razón. Así, que si a nuestro hijo de cuatro años no le machacan en clase con la matraca de la a-con-la-be le compramos un par de cuadernos rubio aun a riesgo de echar por tierra el método de aprendizaje que le puede ayudar a comprender mejor lo que lee o expresarse de forma más adecuada y, de paso, aplazamos la revolución.