SERÁ por el bombardeo de programas gastronómicos o porque tengo la mitad de las neuronas camino de un chiringuito de playa, pero me ha dado por pensar que la vida más que sueño, como decía Calderón, es una pesadilla en la cocina. Me refiero a una de esas en las que entra un chef cabreado, mete la nariz, pongamos por caso, en la despensa de Urdangarin y brama que huele a podrido. En segundo plano, la infanta, que sigue imputada, pone cara de pinche recién contratada y alega que no tiene ni idea de blanquear capitales, que siempre ha pensado que eran pirolíticos y se limpiaban por sí mismos. Acto seguido, el tipo de las chaquetas caleidoscópicas escudriña al personal del restaurante y nombra a un nuevo jefe de cocina -y quien dice cocina, dice Estado- para relanzar el negocio. Llegada la hora, sofríen un aforamiento exprés para el antiguo rey de los fogones y lo sirven a toda leche porque, al parecer, hay dos demandas, digo comandas, de paternidad pinchadas. Podría relatarles pesadillas en la cocina muchísimo peores, como la de esos países donde es tradición rebanar clítoris o ese otro donde cuelgan a mujeres violadas, en vez de jamones, pero no les quiero dejar mal sabor de boca, a menos que sirva para colaborar. Así que descongélense un huevo frito, fúmense un trujas eléctrico y bébanse un vinito virtual, sobre todo si conducen. Hay que tener buenos reflejos para sortear a los cargos públicos ebrios.

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