Contraste real
Las carencias de legitimidad de la sucesión llevan al tiempo a evidenciar la asunción de la Corona por Felipe VI como prolongación de la lógica institucional y, por el contrario, a tratar de alejar al nuevo rey de la imagen de Juan Carlos I
EN el proceso de la abdicación ayer de Juan Carlos I como monarca español y de la sucesión hoy por su hijo, Felipe VI, en la jefatura del Estado se produce un evidente contraste. La exigua extensión pública de la despedida real -más allá del exceso de panegíricos dudosamente justificables en los medios de comunicación- da paso al empeño por añadir a la asunción de la Corona por el heredero boato, imagen y presencia acordes (hasta donde se pueda) con la tradición de otras casas reales europeas. La primera mitad de la operación, puesto que de una operación de Estado, de continuidad del Estado, se trata, no es ajena a la pretensión de transmitir cierta falsa urgencia a pesar de que la abdicación haya sido largamente sopesada en sus modos y tiempos. En realidad, Juan Carlos I y quienes le rodean han pretendido no hacer excesivo ruido al apartarse posiblemente ante el temor a que la evidente crisis que padecen el Estado y el sistema en el que este se ha apoyado durante cuatro décadas despertara importantes resistencias sociales al relevo en la monarquía, advertida esta de la notoria desidealización de la Corona que se ha producido en la sociedad española en el último lustro. De ahí también que se haya hecho hincapié en el automatismo legal de la sucesión que, apuntan, impide siquiera un minuto de vacío real sin reparar en que dicho automatismo contamina directamente la figura del nuevo rey al heredar de su padre, sin más legitimidad que la aprobación de una ley orgánica, el origen franquista de la jefatura del Estado. Y posiblemente de esa carencia de legitimación surge también el contraste entre la abdicación y la sucesión. Por un lado, como parte del intento de dotar de presencia a la asunción por Felipe VI de la Corona y, a través de esa presencia, ofrecer su reinado como una asunción lógica por esperada, como una prolongación de la normalidad institucional; de "la estabilidad" que resaltó Juan Carlos I. Por otro lado, aunque no en segundo lugar, con la pretensión de todo lo contrario, es decir, de alejar la figura del nuevo rey de la de quien pasa a la reserva -y de ahí la anunciada ausencia de este hoy en la proclamación- para que la desidealización de la monarquía que se ha extendido en la sociedad española afecte el mínimo imprescindible al inicio del reinado de Felipe VI.