EL solo chispazo de un retraso burocrático ha bastado en Ucrania para convertir en reguero de sangre el cambio de cromos -amnistía por desalojo de edificios oficiales- entre opositores y gobierno y la tregua tácita a la espera de que el presidente Viktor Yanukovich procediera a regresar a la Constitución de 2004 y devolviera al Parlamento los poderes que se atribuyó con la reforma de 2010. Pero el mismo hecho de que lo que se intuía como remota posibilidad de arreglo haya saltado por los aires por una mera complicación parlamentaria, por otra parte habitual en la sinuosa dinámica de la Rada ucraniana, constata las enormes dificultades que entraña resolver la crisis, envenenada por una confluencia de intereses geoestratégicos y energéticos y la histórica división del país. No en vano Ucrania ha sido siempre el tablero de un viejo pulso entre las potencias del occidente europeo y Rusia: en el siglo XIX parte del país surgido de la rebelión cosaca pertenecía al Imperio Austrohúngaro y parte al Imperio Ruso y en la I Guerra Mundial hubo ucranianos en ambos bandos. Hoy, en la rebelión civil frente al presidente Yanukovich -ni siquiera ha bastado el cese del primer ministro Azarov-, ese pulso está presente. Si la Unión Europea, a través de la responsable de su endeble política exterior, Catherine Ashton, del presidente francés Hollande y de forma algo más comedida la presidenta alemana, Angela Merkel, anuncia sanciones -el BEI ha suspendido sus proyectos en el país- para los responsables de la represión, es decir, Yanukovich y su gobierno; Dimitri Peskov, portavoz del presidente ruso, Vladimir Putin, afirmaba que "la responsabilidad recae completamente en los extremistas" y hablaba ya de "golpe de Estado", quizá pensando en una intervención en cuanto Rusia clausure el escaparate internacional de los Juegos Olímpicos de invierno de Sochi. ¿Se antoja descabellado? No lo es tanto. El mantenimiento de su influencia en Ucrania como freno del ímpetu expansionista hacia el este de la UE es vital para Moscú en lo económico, también por la enorme deuda de Kiev; en lo energético, por el control de los gasoductos que trasladan el gas ruso a Europa; y finalmente en el aspecto geostratégico por la presencia de la Flota del Mar Negro rusa en la Crimea ucraniana -que ambos países ratificaron en 2010 hasta 2042 pero no terminan de sellar- y el control que dicha flota le da sobre el peligroso polvorín del Cáucaso.
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