SE cumplen ahora treinta años de las peores y más graves inundaciones que ha sufrido Euskadi en su historia reciente. Las fuertes lluvias, de una intensidad casi desconocida -llegaron a registrarse más de 250 litros por metro cuadrado en un solo día- que cayeron sobre todo en Bilbao y Bizkaia en aquellos días de finales de agosto de 1983, unidas a una palmaria falta de previsión, una ausencia casi total de medios en manos de unas instituciones recién reintegradas en la democracia y unas infraestructuras deficitarias provocaron un desastre humano y material sin precedentes: 34 muertos, cinco desaparecidos y daños por valor de 200.000 millones de pesetas (alrededor de 1.200 millones de euros). En aquella dramática situación, solo la generosidad -en algunos casos rozando el heroismo- del conjunto de la población, el ejercicio de responsabilidad de quienes lideraban las instituciones -desde los ayuntamientos al Gobierno vasco- y, sobre todo, el espíritu de solidaridad unido al trabajo y al esfuerzo colectivo de miles de personas logró obrar el pequeño milagro de conseguir que Euskadi levantase la cabeza por encima de las aguas que cubrían decenas de sus pueblos y ciudades. Aquella catástrofe de hace tres décadas sirvió de cruel reactivo social y supuso un ejemplo a la hora de afrontar dificultades. Es más, fue un acicate y ese espíritu colectivo logró que las duras consecuencias de la tragedia se convirtiesen en una lección y una oportunidad para construir el futuro. Es evidente que el Bilbao de hoy no sería el mismo si no se hubiesen vivido las inundaciones de 1983. Pero el recuerdo de aquellos acontecimientos que aún perduran en la memoria colectiva no puede quedarse en un mero ejercicio de romanticismo. La situación actual no es comparable a la sufrida hace treinta años, pero el modo en que se afrontó aquella crisis y que hizo a Euskadi más fuerte y mejor preparada sí debe servir de ejemplo también en estos momentos de grandes dificultades sociales y económicas. Es ese espíritu colectivo de esfuerzo, confianza, solidaridad y afán de superación que logró sacar a Euskadi del pozo, sin despreciar las críticas y las propuestas ajenas, el que, salvadas las distancias, debe imperar ahora, en otras circunstancias. Es la única garantía de futuro.
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