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Casco sí, casco no; aceras sí, aceras no; bicis sí, bicis no

LLEVAMOS unos cuantos años observando cómo se están desarrollando los acontecimientos en todo lo relacionado con la imparable evolución de las bicicletas en nuestras ciudades.

Después de unos inicios prometedores, en los que mucha gente se ha ido incorporando a la utilización de la bicicleta como modo de locomoción en medio urbano, la importancia que este vehículo ha ido cobrando no se ha traducido en una apuesta real por parte de los responsables de la ordenación del tráfico, que han visto a la bicicleta como un molesto invitado en unas calles dominadas por los coches y flanqueadas por los peatones.

Pese a que se han realizado actuaciones vistosas, sobre todo, centradas en la implementación de ciclovías, la mayoría de ellas han aquejado los mismo males: demasiado estrechas, demasiado sinuosas, deficientemente señalizadas, inconexas y en itinerarios dudosos, casi siempre evitando las calles principales, las más deseadas por todos por ser las más directas, y casi siempre en aceras.

La culminación de la vergüenza en la pretendida inclusión de la bici en el panorama urbano se consumó cuando los responsables políticos decidieron, dejando de disimular sus intenciones, pintar las aceras para permitir circular por ellas a los ciclistas sin más criterio que conseguir conectar la red de ciclovías. Aquí el despropósito acabó de concretarse.

Si hasta ese momento era ya suficientemente discutible el criterio de los encargados de implementar lo que se dio por llamar el Plan de Ciclabilidad a la hora de elegir las calles, describir los itinerarios, decidir las secciones, los radios de las curvas, la calidad de los pavimentos o el diseño de las intersecciones, cuando a alguien, como medida pretendidamente salomónica, se le ocurrió pintar las aceras, la cosa cobró un cariz totalmente distinto, ya que dejó clara la estrategia: no queremos bicicletas en las avenidas principales y no nos importa agraviar a los peatones.

Este menosprecio de los más débiles fue la constatación de que la apuesta por la denominada movilidad sostenible, esa que desincentivaba el uso del coche para dar oportunidades a modos alternativos de transporte para hacer ciudades más habitables, era una mera escenificación.

Ahora, después de que cada ayuntamiento haya hecho su pequeña chapuza tratando de demostrar que se estaba haciendo algo por las bicicletas, cada uno con su criterio y con su norma, ahora la Dirección General de Tráfico ha decidido intervenir para deshacer el entuerto con la triple justificación de unificar criterios normativos, perseguir la normalización y mejorar la seguridad de la bicicleta en la circulación.

¿Y qué se le ha ocurrido a la DGT? Pues, además de promover la reducción de las velocidades en las calles secundarias, empresa en la que ya se habían metido muchos municipios, ha decidido presentar toda una batería de medidas que, lejos de servir para potenciar el uso de la bici, son claramente desfavorecedoras. Las más discutibles: la obligación del uso del casco, la permisividad en la circulación por aceras y la recomendación de circular por el margen derecho de los carriles en las calzadas.

La medida que más discrepancia ha generado ha sido, sin duda, la del casco, pero no es la más grave. El casco, que como elemento de protección para caídas es interesante, no tiene mayor efectividad en caso de colisión con un coche, y tiene efectos disuasorios sobre el uso de la bici porque la presenta como una actividad incómoda y peligrosa, haciéndola inconveniente. El hecho es que en ningún país europeo es obligatorio, tampoco en carretera.

Sin embargo, la permisividad del uso de aceras y la circulación sin ocupar el centro del carril, por no hablar del diseño de la inmensa mayoría de los viales para ciclistas, incrementan exponencialmente el riesgo de accidente y atropello en la práctica ciclista y consolidan el dominio de los automóviles en nuestras calles y la discriminación total de la mayoría de usuarios de las calle: las personas que caminan juegan o simplemente están.

Circular junto a bordillos, coches aparcados o bolardos y otros obstáculos, hacerlo por aceras y por vías alejadas de la lógica del tráfico rodado, convierte el uso de la bicicleta en una práctica de riesgo porque fomenta las principales causas de su accidentabilidad. No olvidemos que la mayoría de siniestros en los que se ven envueltos los ciclistas, además de las caídas (que en las aceras son mucho más probables que en asfalto), se producen en intersecciones donde las bicicletas se incorporan desde plataformas distintas a la calzada o por atrapamientos en desvíos e incorporaciones, normalmente por falta de visibilidad de los ciclistas. Estas nuevas normas propuestas favorecen estas circunstancias.

A la vista de este panorama, lo único que podemos concluir es que la bicicleta molesta, cada vez más, en nuestras ciudades. Molesta en la calzada, molesta en las aceras y molesta en las zonas peatonalizadas. Y el remedio que se ha buscado es hacerla más incómoda todavía. Si ya los itinerarios diseñados para las bicis eran angostos, llenos de obstáculos, sinuosos e incomprensibles y ralentizaban la circulación ciclista, las nuevas recomendaciones van a hacer que la bicicleta sea molesta hasta para sus practicantes, presentándoles además como inoportunos, torpes y marginales, cuando no como irresponsables, temerarios o irrespetuosos, por no querer seguir el orden establecido: el del coche.

No sabemos hasta dónde llegarán las intenciones de la DGT ni en qué se concretarán en la práctica en cada uno de nuestros municipios, sobre los que recae la vigilancia del cumplimiento de la norma, pero todo esto apunta mal y no hace más que constatar la convicción de nuestros responsables de que las bicicletas no son bienvenidas en la ciudad, porque no se le quiere quitar nada al coche, porque todavía se le considera el símbolo y el garante del desarrollo y del éxito económico.

Mientras tanto, seguiremos celebrando el Día de la Bici, la Semana de la Movilidad y otras escenificaciones de la falsedad en la que estamos atrapados, con la felicidad del que tiene la conciencia tranquila porque está haciendo lo que se debe en bien de la comunidad.