CARLO Ponzi, emigrante italiano radicado en Estados Unidos, ideó en los felices años 20 del siglo pasado un negocio redondo, al menos para él. Captaba dinero de inversores para comprar unos complejos activos europeos, la mayoría precisamente de origen español. Nadie entendía muy bien qué eran, pero sabían que en cuestión de meses se podía doblar el capital. El truco de tan atractiva inversión era que Ponzi pagaba a sus clientes los intereses con el nuevo dinero captado, es decir, no invertía sino que los nuevos inversores pagaban a los anteriores. Se trataba de la primera pirámide financiera a gran escala, modelo tipificado como delito porque es una carrera sin fin que siempre acaba mal. En consecuencia, es perseguido por los reguladores, pero periódicamente se reproduce como demuestran innumerables casos, alguno cercano en el tiempo: Madoff, Gescartera, Afinsa... El estafador siempre cuenta con el ansia de enriquecimiento fácil de las víctimas atraídas por grandes rentabilidades aparentemente exentas de riesgo. Y el esquema va bien hasta que aparece algo no previsto, sea una inspección fiscal, sea una crisis como la presente.
Los sistemas de pensiones de medio mundo son, en realidad, un esquema piramidal porque una generación paga la pensión de la anterior bajo los principios de equidad intergeneracional y mantenimiento de un sistema de protección social. A diferencia de los esquemas Ponzi clásicos, nadie se lucra dolosamente y el Estado actúa como garante para que la cadena no se rompa y que nadie deba quedarse con cara de tonto por haber pagado las pensiones de la generación anterior y, sin embargo, al llegar el momento de la propia jubilación no poder acceder a un derecho ganado con el esfuerzo previo porque todo el castillo de naipes se ha derrumbado. Estos esquemas de pensiones de reparto, como el español, están muy extendidos en medio mundo y se basan en la asunción del mantenimiento o incremento de la población activa y, sobre todo, de su contribución.
La gran ventaja de los sistemas de reparto es que se implantan inmediatamente, basta con promulgar una ley, recaudar y pagar. Los de capitalización, es decir, los que invierten el dinero de las cotizaciones que se detraen mes a mes de la retribución de los ciudadanos, no pueden entrar en funcionamiento hasta que la hucha está llena y, por tanto, hay que esperar prácticamente una generación para que funcionen a pleno rendimiento.
Los dos sistemas tienen sus riesgos. El de capitalización asume el riesgo de toda inversión, los activos subyacentes pueden ganar o perder valor. Y como estamos en medio de una crisis muy importante, tenemos claro que no hay valor seguro al 100%, ni acciones ni renta fija, por muy hábil que sea el gestor de la cartera. Hay fondos de pensiones públicos y privados que han quebrado en los últimos años por tener inversiones que entonces eran seguras, como bonos islandeses o papel de Lehman Brothers, pasando su capital del todo a la nada en solo un día. Y el de reparto tiene estructuralmente en su contra algo que como habitantes del mundo desarrollado nos anima: el incremento de la esperanza de vida. Pero esto suele unirse a una menor natalidad y conlleva crecientes necesidades de dinero (pensionistas) sustentadas por una cada vez menor población activa. Todas las pirámides de edad europeas presentan problemas más o menos cercanos en el tiempo por envejecimiento de la población y solo se libran en momentos de bonanza gracias a la emigración, factor distorsionante del crecimiento vegetativo de la población. En gran medida, los emigrantes cotizantes, tan denostados por quien no quiere salir de la caverna, son el complemento ideal para los sistemas de reparto pues cotizan como el que más pero rara vez se jubilan aquí, por lo que su contribución al sistema de pensiones suele ser siempre positiva.
En España llevamos años con un sistema de pensiones que funciona razonablemente pero al que la crisis actual ha puesto en evidencia. Al envejecimiento de la pirámide de la población se le une la salida de España de un buen número de emigrantes, y, sobre todo, las elevadísimas cifras de desempleo y la caída de los salarios medios, lo que se traduce en menos ingresos de quienes hoy están pagando las pensiones. Esto hace que la situación sea difícil y, lo que es peor, que no sea previsible que mejore en los próximos años aunque la economía lo haga.
La estrategia de devaluación interna en la que estamos inmersos bien merece una reflexión. Cierto es que en caso de disponer de herramientas monetarias propias hace tiempo que se hubiese devaluado nuestra moneda. Es la receta clásica ante toda crisis producida por el estallido de burbujas de valoración de activos como la presente. Y ante la ausencia de este mecanismo, lo que se está intentando es una devaluación interna, es decir, una reducción generalizada de rentas disponibles por menos empleo, bajadas de salarios, menos subsidios y menos pensiones, que permita mejorar la competitividad del país. Y aunque lo estamos logrando como demuestra que se están haciendo inversiones industriales que otrora parecerían imposibles, una devaluación interna además de comportar altas dosis de sufrimiento es asimétrica y, sobre todo, injusta. Cuando la peseta perdía su valor respecto otras monedas, nos levantábamos más pobres en comparación con el exterior pero seguíamos igual en el interior del país. Importar era más caro, cierto, pero exportar más sencillo. Ahora, la crisis va por barrios y sectores y tocar las pensiones y prestaciones sociales es todo menos justo.
Como el equilibrio intergeneracional está muy complicado, hay que modificar el sistema de pensiones. Y la única modificación posible es pagar menos y más tarde a los pensionistas. Por eso, la ampliación de la edad de jubilación a 67 años y el incremento de los años para calcular la pensión a la que se tiene derecho son solo argumentos técnicos para simplemente pagar menos. No es que se bajen las pensiones, es que en el futuro será muy difícil alcanzar la máxima pensión por lo que de facto la pensión media bajará, aunque la nominal se mantenga igual o incluso suba. De este modo, la salida de dinero de la Bolsa de pensiones se ajustará a lo que se reponga aunque, de nuevo, la población española será más pobre en coherencia con la estrategia económica actual de salir de la crisis mediante un incremento de la competitividad derivada de una disminución de la renta disponible: menos salarios, menos subsidios, menos pensiones.
Para pasar a un sistema de capitalización hacen falta muchos años, tantos como para que el dinero aportado genere lo suficiente en orden a pagar las pensiones, siempre y cuando las inversiones sean las correctas, claro. Pero tal vez se pueda comenzar a diversificar/complementar el sistema de reparto con uno de capitalización. Si el Estado no lo hace, lo tendremos que hacer los ciudadanos mediante planes privados de pensiones. Es verdad que todos deberíamos ahorrar para nuestra vejez, especialmente en tiempos tan revueltos como los presentes, pero no lo es menos que una rebaja cualitativa de las pensiones como la que estamos encarando significa otro ladrillo menos en el cada vez más en ruinas edificio del estado del bienestar.