EN la actual coyuntura política en el Estado español, con el conflicto territorial abierto entre Catalunya y España, las declaraciones que realizó el lehendakari Iñigo Urkullu respecto al techo de déficit pueden llevar a muchos equívocos, más o menos intencionados. La reacción ante lo que muchos catalanes consideran una afrenta de sus compañeros de faena vascos es la de considerar el Concierto Económico vasco y el Convenio navarro un privilegio. El propio presidente del PSC y otros líderes estatales del PSOE se han expresado en estos términos. En el caso de los catalanes, la cuestión adquiere tintes de culebrón, dado que no entienden que si los vascos tienen ese aparente privilegio hagan un posicionamiento respecto al déficit basado únicamente en criterios económicos, es decir, sin tener en consideración la cuestión nacional. Veamos hasta qué punto este argumento tiene validez.
El Concierto vasco se conformó en un momento que podríamos considerar de "suspensión del Estado de Derecho". Su aprobación se negoció después de la dictadura, momento en el que el riesgo de desestabilización y ruptura violenta era tal que el marco de negociación se podría considerar indefinido. Prueba de ello son los primeros quince años de democracia, donde pese a los pactos constitucionales la persistencia del equilibrio de Estado no pocas veces corrió peligro. Es cierto que las negociaciones no se dieron en términos de igualdad entre la nación española -que monopolizaba, como herencia de la dictadura, muchos poderes incluido el milita - y el resto de nacionalidades. Resultado de ello fue la deficiente organización territorial del Estado en términos de reconocimiento de su propia plurinacionalidad. Ahora bien, las reivindicaciones aquí analizadas no van por ahí. Hubo una negociación política para construir el Estado de Derecho democrático, constitucional y monárquico en el que hoy por hoy estamos inmersos. En ese escenario, Euskadi y Navarra pactaron algo que Catalunya no: ser núcleos autónomos de recaudación y redistribución. El Estado seguía manteniendo determinados aspectos del marco redistributivo, pero Euskadi y Navarra acordaron que su inclusión en el Estado de Derecho estaría sujeta a incorporar esa autonomía, esa asimetría. Fue el resultado de una negociación política que otros territorios no alcanzaron.
A partir de ahí, las reglas del juego son las propias del Estado de Derecho, donde se fijaron tres territorios de redistribución: España, Navarra y la CAV. Dentro de cada uno de estos marcos de recaudación y redistribución se deben aplicar criterios de redistribución justos. Pero el que unos consideren que la redistribución dentro de un marco no es justa es una cuestión que habiendo de canalizarse políticamente, claro, no justifica la ruptura del Estado de Derecho. Pongamos por caso que Gipuzkoa ahora reclamara una redistribución más justa. O que lo hiciera Lizarra. O cualquier Comunidad Autónoma. En ningún caso esto justificaría su salida del marco de redistribución fijado por la ley. Los territorios -dentro de los marcos de redistribución en los que están incluidos- hacen reclamaciones redistributivas que, teniendo que ser canalizadas, no justifican la ruptura del Estado de Derecho. Si no, las comunidades/provincias/municipios/etc. más pudientes siempre podrían decidir no redistribuir.
Esto se debe a un aspecto que demasiado a menudo hemos obviado quienes consideramos que nuestros derechos colectivos como nación no son reconocidos por el Estado: la unidad del Estado de Derecho tiene un valor, no absoluto e inamovible, pero sí un valor. Si cada núcleo político se pudiera independizar por cualquier reclamación redistributiva, sería un caos insostenible. Esto se debe a que siempre habrá marcos de redistribución, al menos hasta que el mundo deje de estar repartido territorialmente. En última instancia, el flujo de dinero tiene ese componente territorial inherente, precisamente porque el mundo está territorialmente dividido en sentido geográfico (no político): hay ríos, montañas, mares, océanos, bosques, etc. Es cierto que los avances tecnológicos facilitan traspasar esas barreras (internet, los aviones o incluso el tele transporte, si existiera), pero eso no quita para que el ser humano tenga un elemento sedentario.
Los que consideran que esto no es así -basándose en razonamientos ideales- obvian, o directamente niegan, que no todo el mundo puede ni quiere andar de un lado para otro. Posiblemente, ello ni siquiera sería sostenible ni deseable para la especie ni para el futuro del planeta. Es innegable que buena parte de las necesidades económicas del ser humano (sin entrar en cuestiones más subjetivas como la filiación colectiva y demás) son sedentarias: en algún sitio tendrás que comprar el pan, el periódico, las manzanas, el móvil, el coche... Todos queremos que esas calles sean seguras, estén limpias, tengan servicios accesibles... Ello requiere de inversión, es decir, de inversión territorial. Inversión territorial que genere bienestar individual, pero que tendrá ese componente territorial. Utilizar la política para canalizar las reclamaciones territoriales es legítimo -lo haga un ayuntamiento, una asociación vecinal, una provincia o una Comunidad Autónoma- pero no justifica la secesión. Si esa posibilidad fuera real, si toda colectividad política pudiera separarse por cuestiones redistributivas, volveríamos a las tribus y al caos, al sálvese quien pueda, a la ley del más fuerte.
Precisamente por eso el Estado de Derecho es importante y no puede disolverse por cualquier motivo. Lo que no significa que no pueda haber separaciones legítimas. Hay quienes defendemos que el no-reconocimiento de un colectivo nacional, el negarle su derecho a la autodeterminación interna (reconocido por el Derecho Internacional Público), justifica el abandono del proyecto común. La concepción liberal que defendemos postula que las naciones son órganos políticos que posibilitan la diversidad cultural, por lo que el reconocimiento nacional es un derecho fundamental (no confundir reconocimiento con independencia: se puede reconocer una nacionalidad sin necesidad de que disponga de un Estado propio).
En este sentido, la unidad del Estado, como Estado de Derecho, depende también de que el nivel federal reconozca los pactos que justifican la unidad del propio Estado. Uno de esos pactos fue la división del Estado en tres núcleos asimétricos de recaudación y redistribución. Por lo tanto, ha de ser respetado. Pero ya no se trata de redistribuir entre vascos, navarros o españoles, sino entre ciudadanos de cada marco. Es cierto que hay ciudadanos que efectiva y legítimamente lo hacen con esa motivación, es decir, porque prefieren pagar las carreteras de sus vascos, los aeropuertos de sus españoles o los hospitales de sus catalanes, pero eso es irrelevante desde un punto de vista normativo.
Por lo tanto, y por concluir, Catalunya está legitimada a reivindicar que se reconozcan sus derechos colectivos y el Estado obligado a negociar la materialización política de ese reconocimiento. De lo contrario, la ruptura estará asegurada y justificada. Sin embargo, la redistribución no es un argumento. Porque el mal llamado privilegio del Concierto es uno de los pilares sobre los que se construyó el Estado de Derecho, es tan previo como la existencia de Francia como otro marco legítimo de redistribución separado del marco vasco, navarro, español o alemán. La nacionalidad importa cuando se construye el Estado de Derecho, porque las naciones han de pactar la composición de ese Estado de Derecho. Tan privilegio es que Euskadi tenga autonomía fiscal como que la tenga Francia. A partir de ahí, la discusión en términos de reconocimiento no es cualitativa (entre quiénes hemos de redistribuir), sino cuantitativa (cómo hemos de redistribuir). Para justificar que se quiere cambiar el marco de redistribución (ya sea por separación como por unión) no se pueden utilizar argumentos redistributivos, es decir, cuantitativos, sino cualitativos: falta de reconocimiento de alguna de las partes.
La solidaridad, por tanto, no es una exigencia entre naciones -y si lo es, lo es entre todos los estados del mundo por igual- sino entre ciudadanos. Y eso se fija en el Estado de Derecho en el que ya estamos, con sus asimetrías, por lo que su ruptura requiere de una justificación fuerte. Las reclamaciones fiscales, salvo que se vinculen al reconocimiento (limitar la financiación de la escuela en catalán, por ejemplo), no son de ninguna manera una justificación válida. Pedir un régimen de financiación asimétrico es legítimo, pero en un Estado de Derecho ya constituido, no hay diferencia entre que lo haga Catalunya a que lo haga Valencia, Castilla o Madrid. Si lo consiguen, bien. Si no, también. Igual que cualquier otra negociación política. El factor nacional, una vez constituido el Estado de Derecho, es normativamente relevante solo cuando hablamos de reconocimiento, no de redistribución.