UNO, humilde y frustrado librepensador de provincias, aspira, aunque con la desazón que produce la prédica en el desierto, a que los partidos políticos progresistas unifiquen trinchera y cantina para articular el cambio que el país necesita, pues la revolución política progresa de la taberna de Zola al firmamento metafórico de Rimbaud. Y de ahí, salta a la calle, bien en forma de huelga, manifestación o escrache. Y es que uno ve por las calles -entre la rabia popular, la movilización decidida y vindicativa del gentío y la horda estilizada en acerada punta del futuro, como hubiera dicho Rilke-, las mareas blancas, lilas, verdes, rojas e indignadas, que ponen algo revolucionario en las turbulentas aguas de esta primavera convulsa y dopada. Es la muchedumbre recalentada, popular y densa, que lucha contra el desempleo, la congelación de los salarios y pensiones, la nefasta reforma laboral, la corrupción política, los desahucios, la estafa de las participaciones bancarias preferentes, la regresión de los derechos de las mujeres y los recortes en sanidad, educación y prestaciones sociales. Sin embargo, el dinero obsceno, la competitividad salvaje, el liberalismo pornográfico, el guerracivilismo financiero, las privatizaciones vergonzosas, la corrupción indecente y la sicalipsis eclesial están, ciertamente, siendo denunciados por este amago de lucha de clases, pero lamentablemente se manifiesta atomizado en pequeñas reivindicaciones fragmentarias y sectoriales que pierden su fuerza precisamente en su ingenua dispersión. Este impulso reivindicativo debe superar este mapa disperso y unirse en la cellisca de la calle para que un discurso unificado y sonoro se escuche a la luz y a la sombra del poder financiero, empresarial, político y eclesial.
Las ideas progresistas andan sueltas por la calle, qué duda cabe, pero en las sedes políticas no se trabaja con estas ideas, sino con panegiristas incondicionales y caladeros de votos. Y esto supone una grave quiebra entre la izquierda epidérmica y siempre desunida y los miles de manifestantes democráticamente estafados que reclaman que la ética, la justicia y la igualdad social deben alcanzar su epifanía de una vez por todas, para que los valores socialistas no se queden en ideas y las ideas en abstracciones. La izquierda no debe ser un pensamiento débil embalsamado en whisky ni una atractiva y estética operación cosmética. La izquierda no puede ser nunca la glosa de la utopía que jamás va a ocurrir, que es lo que viene sucediendo, sino la posibilidad de que se haga realidad lo que la gente necesita. Y es que no se puede hacer política contra los estadísticamente pobres, pues ya son mayoría.
El llamado nuevo orden mundial es básicamente como el viejo, aunque con otro disfraz. Sus reglas siguen siendo esencialmente las mismas: los débiles están sometidos a la fuerza del poder económico mientras que los poderosos se sirven de la ley de la fuerza y de su riqueza para oprimir y dominar. Persisten las clases sociales, aunque apenas luchen. Según los arbitristas liberales, las penurias de los desfavorecidos y las alegrías financieras de los capitalistas tienen intereses convergentes. No hay, sin embargo, mayor patraña histórica que la caducidad del conflicto de clases. La aceptación de que en el actual sistema de mercado existe una estrecha coincidencia de intereses entre empresarios y asalariados es una falacia. Baste para probarlo que, en la actual crisis económica, la aventura social de los desfavorecidos dista sobremanera del optimismo, pues mientras el mercado financiero reparte miseria y dolor entre la mayoría de la población, las grandes fortunas guardan sus capitales en los paraísos fiscales a la espera de mejores oportunidades para invertir.
Pese a la complejidad actual del capitalismo avanzado, el conflicto de clases sigue siendo la expresión prístina de la desigualdad, de la injusticia y de la falta de cohesión social. Es una mixtificación afirmar que, hoy día, la dialéctica clasista ya no tiene sentido, pues la dialéctica entre empresarios y asalariados mantiene toda su vigencia, aunque el escenario político haya cambiado considerablemente. En la actualidad, la lucha de clases se expresa en la reivindicación negociada e irrenunciable de una panoplia de derechos sociales, laborales y económicos en el marco de los convenios colectivos, que recientemente la reforma laboral ha cercenado sin escrúpulos. Por ello, más que nunca, al asalariado y al desfavorecido no les interesa permanecer sin una clara conciencia del estrato social al que pertenecen ni de cuál es el origen profundo de su desdicha e incertidumbre laboral. La relación entre asalariados y capitalistas es nítidamente dialéctica, dado que sus intereses esenciales están en permanente contradicción.
La dialéctica de clases no es un movimiento mecánico o determinista, producto del devenir histórico, sino un proceso intencional, pues solamente de la voluntad y libertad del oprimido depende la evolución constante hacia escenarios sociales más justos. Los desheredados de la tierra de promisión no pueden esperar a que la pretendida e incierta dialéctica hegeliana solucione sus problemas. No hay ninguna razón fundamentada para pensar que la evolución natural de la humanidad conlleve, finalmente, la desaparición de la desigualdad y la injusticia social. Como piensa Kierkegaard, los conflictos sociales no se resuelven por síntesis, tras un determinado desenvolvimiento dialéctico, sino por libre elección. Es cierto que la unidad de los desfavorecidos se muestra problemática, pues no forman un colectivo homogéneo y coherentemente organizado, sino una totalidad dispersa, en cuyo seno coexisten diversos intereses. La clase marginada, en función de la precariedad de sus circunstancias, se hace, deshace y rehace sin cesar, lo que no quiere decir que progrese necesariamente, pues puede, incluso, regresar a indeseables escenarios del pasado. Por ello, las clases desfavorecidas no pueden permitirse el lujo de estar en un estado social de duermevela ni limitar sus reivindicaciones a disputas puntuales o sectoriales, sino estar en un estado de lucha unitaria permanente.