¿De qué hablamos cuando hablamos de duplicidades?
EL discurso que se transmite a la opinión pública vasca, tanto desde el ámbito propiamente político como desde el de los medios de comunicación, incide repetidamente en que existen "duplicidades" en la actuación de las diferentes instituciones públicas y, por tanto, oportunidades de mejorar sustancialmente su nivel de eficiencia desde la perspectiva del adecuado deslinde competencial. Se proporcionan también, desde ese análisis, argumentos de apoyo a la vieja pretensión del PSE-EE y la izquierda abertzale de modificar la Ley de Territorios Históricos (LTH), como si fuese ella la responsable del desaguisado.
Lo curioso del caso es que pese a que el anterior Gobierno vasco elaboró un aparentemente concienzudo informe -al que algunos desde nuestra responsabilidad funcionarial tuvimos que contribuir proporcionando datos-, en muy poquitos de los discursos y valoraciones se nos ofrecen ejemplos concretos ni análisis cuantitativos de la envergadura del fenómeno. No esperen que pueda yo darles gratis lo que otros no dan ni a buen precio, pero quizá podamos acercarnos en estas líneas a entender qué es lo que deberían explicarnos y por qué no lo hacen.
Al oír hablar de duplicidades, el ciudadano medio entenderá que nos referimos a que dos instituciones hagan lo mismo. Si este es el concepto de duplicidad que manejamos, me atrevo a considerar que constituye un hecho anecdótico en el marco de la actuación de las instituciones vascas. Admito prueba en contrario, estoy deseando fervientemente analizar los ejemplos, que no deben ser tantos cuando aparecen tan poco. En todo caso, resulta no sorprendente, pero sí descorazonador para quienes anhelamos un debate racional que algunos de los que se preocupan tanto por las que derivan de nuestro singular y complejo panorama institucional -pongamos nombres, el PSE-EE- callen como muertos ante los groseros, manifiestos y sobradamente conocidos ejemplos de gasto duple y superfluo que caracterizan a la administración estatal en el País Vasco. Sin ir más lejos, la presencia de miles de policías y guardias civiles que sobran, se mire como se mire, pero que se mantienen por razones, muy alejadas del afán de eficiencia, que no se le escapan a nadie.
Si consideramos irrelevante en cuanto fenómeno el hasta ahora descrito, la duplicidad en actuación directa, si que creemos que las administraciones confluyen con notable frecuencia a la hora de colaborar con actuaciones promovidas por terceros privados o a la hora de desarrollar actividades en común.
De lo primero no hay que rascar mucho para encontrar ejemplos en los que encontraremos representados todos los niveles institucionales, pongamos la temporada de ópera de la ABAO en el ámbito cultural, junto a la colaboración con actividades de emprendizaje, pasando por el apoyo (escaso, dicho sea de paso) a la banca ética.
No digo que en este terreno no pueda racionalizarse y hacer más eficiente el actuar administrativo, pero con carácter general, y respetado el límite legal de la sobrefinanciación, no parece descabellado que el municipio y/o el territorio que se benefician especialmente del desarrollo de un proyecto contribuyan específicamente a hacerlo viable, sin que recaiga exclusivamente el coste sobre quienes puede que no hagan uso de él. Por resumir; podrá haber duplicidades aquí, sin duda, pero no hay duplicidad. No por lo menos, per se.
¡Qué menos, por otra parte, que exigir a nuestras instituciones que colaboren unas con otras! Tanto reclamarlo con carácter general, incluso estableciéndolo en las leyes, no iremos a criticarlo luego si se pone en práctica ¿no?
Pues habrá que saber que la tan manida colaboración tiene pleno sentido solo en el caso de competencias concurrentes. Cuando no lo son, y casos haylos, alguien está interviniendo -y gastando- en lo que no le corresponde. Si sucede esto, no estamos ya ante un problema de normas (que no se estarían respetando) sino de voluntad política.
Porque el verdadero problema en relación con la duplicidad administrativa no es normativo sino de deslealtad política e institucional; el que una administración, disconforme con la actuación de otra (y no tan solo o necesariamente por estar dirigidas por distintos partidos), por creer que no hace algo que debería hacer, decida hacerlo por sí misma, invadiendo el ámbito que a la otra le corresponde, no respetando su política y prioridades y empleando en ello recursos que teóricamente tenían atribuido objetivo distinto.
Esto se puede hacer por la brava, confiando en las dificultades de litigar y de que la justicia resuelva con prontitud, o recurriendo, con más frecuencia, a interpretaciones cogidas por los pelos, a redacciones ambiguas o genéricas que camuflen lo que se ha determinado hacer o a las facultades de supervisión o control en el caso de las administraciones a las que se hayan atribuido.
Hay, sin embargo, dos situaciones que merece la pena no confundir.
En ocasiones existe una demanda real y manifiesta que una administración, más allá del estricto límite competencial, se siente obligada a satisfacer. Suele darse en estos casos un consentimiento implícito de la realmente competente, que a veces colabora aportando recursos, económicos y de otra naturaleza incluso.
A ver quién impugna que los ayuntamientos impulsen escuelas de música y conservatorios por más que la enseñanza de la música, como la de las matemáticas, tenga al Gobierno vasco como legal protagonista (y si me van a distinguir, que les conozco, entre enseñanza reglada y no reglada, apliquen el cuento a las matemáticas). A ver quién impugna que el Gobierno vasco ayude a que algunos municipios puedan, acaso, realizar obras de infraestructura que otros financian con cargo a sus presupuestos o a los de la Diputación.
Otras veces, no obstante, se trata tan solo de marcar paquete, de dejar la impronta de que a nosotros sí que nos preocupan determinados problemas e intereses y de que los atenderíamos como es debido de dirigir nosotros determinada institución. De hacer propaganda con recursos públicos, en suma. O de atender a los nuestros. Porque es institucionalmente desleal, desde luego, el pretender financiar privilegiadamente instituciones que gobernamos, alterando el marco competencial, porque disponemos de la llave de la aprobación de un determinado presupuesto.
Este es básicamente el problema. No una Ley de Territorios Históricos (LTH) que se ha modificado tantas veces de tapadillo, que ya no reconoce en la aplicación cotidiana ni la madre que la parió. Porque mucho más relevantes, además, respecto del marco competencial son el Estatuto y la Ley de Bases de Régimen Local que no queremos ni podemos (al parecer) reformar.
Por cierto, todavía no he oído a nadie recordar, como fundamento inspirador del debate, el principio de subsidiariedad al que tanto aluden los Estados frente a la Unión Europea, eso de que lo que pueda hacer (bien) la administración más próxima al ciudadano no tenga que hacerlo una más alejada. Lo hago yo: duplicidad -y también otras cosas- es, y me mojo, cuanto atente contra este principio.