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Última corte borbónica y ruina de España

DECÍA Sánchez Albornoz, un historiador y político que tuvo que exiliarse durante el franquismo, que España eran cien familias acampadas. Con esa metáfora quería expresar que el poder desde tiempos visigóticos pertenecía a un pequeño círculo de personas. No creo que se sorprendiera hoy al comprobar que después de más de tres decenios de democracia, el Estado español sigue en manos de una pequeña casta que, como la crisis está poniendo de manifiesto, lo ha gestionado penosamente en beneficio de unos pocos. No puede ocultarse que la organización del Estado mediante la consolidación partitocrática ha favorecido el desarrollo de una tupida red de familias políticas e intereses clientelares cuya presencia institucional tanto en órganos y organismos estatales o en los consejos de administración de grandes corporaciones y empresas resulta abrumadora. Es fundamentalmente a través de las conexiones personales con esos grupos cómo se ha hecho negocio, carrera, se cobran cesantías o pensiones millonarias o se encuentra un empleo bien remunerado como el de Iñaki Urdangarin con Telefónica: 1,5 millones anuales más otros 1,2 de retribución en especie, recientemente renovado.

A pesar de la evidente modernización de las últimas décadas, España no va bien, como proclamaba Aznar, ni es un ejemplo de progreso, como pretendían los socialistas, el equipo reserva de la Corte que en un alarde inaudito de ineptitud ignoró y negó la crisis. Por el contrario, España está en camino de reconocerse como un Estado fallido para millones de sus ciudadanos abocados al paro o a trabajos precarios y mal pagados, con elevados índices de corrupción, fraude fiscal o fracaso escolar. Una combinación cultural que estadísticamente se refleja en elevados índices de deuda, déficit y economía sumergida. Desde hace décadas, sucesivos gobiernos han esquivado adoptar reformas estructurales al modelo económico del desarrollismo franquista sostenido en la construcción y el turismo y apuntalado durante los últimos años por fondos europeos. En lugar de acometerlas, especialmente tras un acelerado proceso de desindustrialización, sus gestores han alimentado el despilfarro y el descontrol institucional, silenciando además a las escasas voces críticas mediante el tradicional ninguneo o recurriendo al manejo de ayudas y subvenciones. Pero una vez que los fondos provenientes de la UE se han agotado, la burbuja especulativa desinflado, la deuda y el déficit acumulados desbordado, y la contracción de la demanda impuesta por los recortes provocado una recesión, los cimientos de ese edificio histórico se están resquebrajando.

Una sacudida inesperada para la imaginación desvocada del nacionalismo español que llegó a creerse hace pocos años una de las potencias mundiales reunidas en las Azores. Los herederos del franquismo ideológico y sus palmeros de la Ñ, en buena medida cooptados entre la inteligentsia progresista, se resisten a asimilar la imagen difundida por la prensa anglosajona de una España que, como toro herido de muerte, yace de rodillas y humillada en la arena internacional. En un nuevo ejercicio de travestismo político, los mismos equipos que alternativamente han manejado el Estado conduciéndolo a la bancarrota se presentan como alternativas salvíficas. En el teatrillo de la política española un ejemplo ilustrativo de la secular relación entre súbditos y capataces lo representa actualmente la pluriempleada presidenta manchega que durante años ha disfrutado de tres sueldazos a cuenta de su actividad pública. Ahora, la actual secretaria general del PP y exsenadora, tras años de que su partido haya dirigido el derroche de lo público desde el gobierno central y numerosas administraciones autonómicas, predica el ajuste reclamando austeridad de la población. Es decir, mientras se prioriza el empleo de las ayudas europeas para el rescate de los intereses más vinculados a la corte política (Bankia), se cargan los sacrificios sobre las clases medias y populares.

Como si se tratara de una suerte de corte borbónica que hubiera logrado mantener sus privilegios y sobrevivir a sucesivos intentos de democratización, capaz de hacer buena la máxima lampedusiana de: "Si queremos que todo se mantenga como es(tá), hace falta que todo cambie ", en la Jefatura del Estado, como símbolo e icono de su unidad, se mantiene de forma hereditaria a una rama de la familia Borbón, única superviviente de numerosos tronos europeos. Resulta muy ilustrativo que en una sociedad donde el chisme y el cotilleo dominan culturalmente, en el mercado mediático se hayan silenciado durante décadas las sucesivas aventuras patrimoniales y sentimentales del monarca. Una pedagogía política de opacidad e impunidad que, como han demostrado una serie interminable de escándalos, ha favorecido la minorización democrática de la sociedad española y el sucesivo descrédito de los órganos del Estado a través del mangoneo partidista de la cúpula del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional; la pauperización intelectual y ética de los parlamentarios; la inanidad de las funciones de control del Banco de España y de los Tribunales de Cuentas; la acrítica pleitesía demostrada por los medios de comunicación o la profunda burocratización de la universidad y otras instituciones de la sociedad civil. El resultado es un Estado que, sobre una aparente base de meritocracia tecnocrática (altos funcionarios del Estado), ha desarrollado una tupida red de clientelismo a través de los presupuestos públicos en torno al cemento, la banca y el ladrillo y que en pocos años ha dilapidado el inmenso crédito europeo. Ahora, la magnitud de la crisis y la falta de perspectivas para la juventud y amplios sectores de la población colocan a Europa con España a la cabeza en una crisis sin precedentes desde la II Guerra Mundial.

La Corte que, con sus ramificaciones políticas y financieras, corporativas y mediáticas, maneja el Estado mediante una extensa red de favores e influencias tiene una altísima responsabilidad en la ruina de España. Desde ministerios, autonomías, ayuntamientos, consejos de administración, consultorías... se ha autorizado o avalado durante décadas el despilfarro de fondos públicos. La externalización de servicios, la desregulación y la falta de controles han facilitado la corrupción, promovido ruinosas operaciones especulativas y la malversación de inmensos capitales públicos y privados. Ahora que el sistema resulta insostenible, carente de la financiación suficiente para cubrir deudas y sin estructura productiva capaz de generar recursos y empleo, la corte tratará de exculparse y seguir gozando de impunidad. Si, tal como parece, eso sucede, el descrédito democrático aumentará aún más y en consecuencia el legado de la élite posfranquista, unos pocos miles de personas, que por primera vez han administrado el Estado en democracia, será para muchos millones un penoso futuro de incertidumbre y precariedad. Rectificar las consecuencias del deterioro del modelo constitucional transformado para algunos en una democracia decorativa, que en algunas regiones españolas ha funcionado como si se tratara de una cleptocracia, exige una profunda regeneración institucional que sin embargo se trata de evitar. La millonaria cesantía en favor de Dívar, sobre la que debate el órgano que administra a quienes administran justicia y para la que solicita un préstamo al Ministerio de Hacienda, es un ejemplo, uno más, del saqueo del Estado en beneficio de las prebendas de un estamento de privilegiados.

Frente a ese oscuro panorama, heredero de un pasado cuya cultura política está sin depurar y alcanza la historia de España desde la Conquista al franquismo, la esperanza emancipatoria que representa Euskadi no termina de articularse. No solo porque hay una minoría española en oposición o ajena a ese proyecto; asimismo, porque el abertzalismo vasco está dividido en dos proyectos ideológicamente irreconciliables: el europeísmo nacionalista de inspiración humanista y el socialismo revolucionario del MLNV. A pesar de la voluntad por soslayar esas diferencias, no debiera obviarse que el modelo de la izquierda abertzale no ha sido nunca la socialdemocracia europea, sino más bien el castrismo cubano o sus más recientes versiones bolivarianas antisistémicas. Esas fracturas ideológicas e identitarias que dividen a la sociedad vasca moderan el efecto del descrédito de la marca España pero no disminuyen el coste añadido de su debacle sobre la economía vasca. Como resulta cada vez más evidente, es un sinsentido mantener como referencia de futuro el modelo de la irremediable España cañí o inspirarse en el socialismo caribeño. Si no centra sus referencias en los mejores modelos europeos, Euskadi continuará en una posición secundaria, incapaz de avanzar, agotándose dando brazadas en un remolino.