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La importancia del perdón, el valor de un testimonio

Todos los que hemos vivido en este pueblo en los últimos años y hemos hecho de nuestra condición política un argumento para justificar determinados espacios de violencia estamos retratados de alguna manera en el texto de 'Txelis'. Es un grito que nos debe conmover a todos

SOLEMOS concebir nuestra cotidianeidad tejida sobre un sinfín de rutinas más o menos interiorizadas. En mi caso, una de ellas es, antes de trabajar, leer diariamente la prensa y detenerme en los artículos de opinión. No voy a ocultar que normalmente suelo realizar esta tarea de forma un tanto mimética, a veces con el convencimiento más o menos consciente de que ya sé qué es lo que va a decir el autor, por lo que las lecturas matutinas normalmente no me generan mayor sobresalto. Unas veces me reafirma en mis posiciones, otras veces me abre al debate y a la crítica, pero pocas veces me produce tal respeto y admiración, por qué no decirlo, como cuando hace unos pocos días leí la carta de José Luis Álvarez Santacristina Txelis, en la que plasmaba su vivencia interior a propósito de la necesidad de pedir perdón por el daño infligido.

Pronto me di cuenta, leyendo su misiva, que estaba ante algo especial que necesitaba toda mi concentración y reflexión, donde se plasmaba la vivencia interior de alguien que, habiendo descendido hasta las profundidades de la condición humana se elevaba de ellas hasta el punto de que su testimonio y confesión constituye, desde mi punto de vista, una de las aportaciones más importantes a la hora de establecer un itinerario ético en materia de pacificación y reconciliación, muy poco frecuente por estos lares tan lleno de propuestas interesadas en función no tanto de la construcción de un futuro reconciliado sino de la necesidad de pasar factura aunque esta venga edulcorada con la apelación a los más altos principios.

Es lo que me ha llevado a escribir este artículo desde el respeto y el reconocimiento de un testimonio a alguien a quien no conozco pero a quien otorgo un inmenso valor personal y moral en la medida en que, desde su trágica experiencia, ha sabido elevarse y enfrentarse para afirmar con suma clarividencia cuáles son las bases ético-morales sobre las cuales podremos fundamentar una convivencia a futuro. El autor pone de manifiesto al mismo tiempo las dificultades reales, que son enormes huyendo bien de un "buenismo" tan en boga como estéril ya que no lleva a ningún sitio, o de itinerarios que intencionadamente quieren elevar la venganza (comprensible anímicamente) a rango de categoría moral y jurídica sobre la cual nos invitan a construir una convivencia que vuelve a repetir la lógica de vencedores y vencidos.

Pocas veces se encuentra alguien con un documento como este, que adquiere su grandeza no solo por venir de quien viene, sino porque supone un esfuerzo honesto, riguroso y sereno para abordar el tema de la reconciliación en su verdadera dimensión ética, es decir, en aquel ámbito de la realidad donde el drama de la violencia adquiere un sentido trágico y exige una generosidad y altura de miras que está al alcance de muy pocos. Al margen del drama personal que pulula en todo el documento, el valor de su testimonio radica en que se eleva de su particularidad y nos pone a todos delante de las verdaderas exigencias ético-morales para alcanzar la reconciliación. Todos los que hemos vivido en este pueblo en los últimos años y hemos hecho de nuestra condición política un argumento para justificar determinados espacios de violencia estamos retratados de alguna manera en la carta de Txelis. Es verdad que no hemos apretado el gatillo, pero no es menos verdad que muchas veces nuestra insensibilidad para ponernos en el lugar del otro ha creado el caldo de cultivo para determinados comportamientos. Su grito de dolor y de arrepentimiento es un grito que nos debe de conmover a todos.

Pero, al margen de su valor testimonial, una lectura atenta del documento constituye una guía de valor incalculable en un momento en el que a todos se nos llena la boca de términos: pacificación, reconciliación… que en algunas ocasiones están cargados de intenciones aviesas y que en otras se convierten en armas arrojadizas al otro para justificar bien nuestro inmovilismo o bien nuestra beligerancia en el conflicto que intentamos cerrar en Euskadi. En este sentido, creo que el autor, al situarse en la óptica de la víctima como condición para la solicitud del perdón, al mismo tiempo nos está recordando a todos la necesidad de superar esquemas interpretativos estrechos y, sobre todo, la necesidad de abandonar una concepción interesada para asumir sin más dilación una dimensión ética en la que todas las víctimas tengan cabida por igual. De este modo, no solo es posible, como el propio autor afirma, asumir una dimensión reparadora del conflicto abierto sino, lo que es más importante, racionalizar el debate y dotarlo de un rigor ético; aspectos que considero esenciales abordar en un contexto de reconciliación.

El gran problema que tenemos en Euskadi es precisamente este: no somos capaces de articular un discurso compartido en torno al conflicto. Cómo vamos a construir un escenario de reconciliación si cada grupo tiene sus víctimas, si no sabemos hasta cuándo tenemos que retrotraernos en la génesis del conflicto, y no digo nada sobre temas tan espinosos como cuáles son los mínimos éticos a partir de los cuales podemos deslindar los comportamientos aceptables de los que no. Toda esta confusión y mezcolanza ha llevado a una distorsión, interesada añadiría yo, en torno a los límites en los que se debe circunscribir el debate de la pacificación. Dicho de otra forma, ¿podemos reconstruir nuestra sociedad y superar el conflicto actual, aún a expensas de no haber llegado a ese horizonte ideal de reconciliación que algunos espetan a la cara como arma arrojadiza?

Para unos, solo una tibia declaración respecto al daño causado es válida como principio de reconstrucción de la convivencia. Para otros, solo una petición expresa de perdón de un tipo de víctimas constituye la condición sine qua non. No cabe duda de que la reconciliación de la sociedad sustentada en el perdón es un horizonte ideal a alcanzar pero, como dice el autor de la misiva, constituye un recurso ético que solo se alcanza desde la generosidad y la conciencia del daño realizado.

Aunque ha habido un cierto desdén a la hora de abordar el problema del perdón en la sociedad moderna, en la medida en que ha estado siempre vinculado de forma más o menos consciente a una supuesta actitud bobalicona producto de una mentalidad biempensante religiosa que, en algunos sectores, se ha considerado un tanto ingenua. Frente a este tipo de posiciones, siempre he estado convencido que se trata de un recurso moral indispensable para fundamentar una convivencia cívica aceptable, no solo por lo que representa sino porque la justicia distributiva, aunque necesaria, no reconstruye los puentes derribados después de un largo conflicto como el nuestro. No considero por tanto la reconciliación como un plus solo para elegidos, sino como una condición indispensable para la convivencia.

Es por ello que no querría acabar sin abordar un tema delicado pero que me parece muy importante: el enorme valor ejemplificador que tiene un documento de esta naturaleza, no solo por su valor intrínseco, es decir, porque refleja toda una trayectoria vivida desde el dolor y el arrepentimiento (a pesar de que determinados sectores de nuestra sociedad puedan mirar con cierto recelo documentos como este en la creencia de que constituyen expresiones interesadas a fin de obtener beneficios penitenciarios), sino porque adquiere un valor ético y simbólico que transciende a su autor y que, desde mi punto de vista, nos cuestiona a todos y nos obliga a movernos desde nuestras cómodas posiciones.

Lo paradójico del caso es que un comportamiento como el que se expresa en el documento no solo dignifica al victimario sino que lo eleva a categoría de referente moral a imitar para muchos, anclados en prejuicios y posicionamientos preconcebidos que nos paralizan y nos impiden romper con nuestras propias rigideces, lo cual dificulta sensiblemente la salida del conflicto. No quiero decir con esto que todos los comportamientos sean iguales éticamente, ni mucho menos; ni que todos tengamos el mismo grado de responsabilidad, cada uno somos dueños de nuestros actos, lo que quiero expresar es que muchos hemos sentido cómo la condición de víctima/victimario en determinadas circunstancias está separada por una tenue línea que quien más quien menos hemos traspasado en nuestro interior en numerosas ocasiones. Aunque no sea más que por el reconocimiento de este hecho, merece mi más sentido reconocimiento. Eskerrik asko.