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'La roja' saca los colores

Tampoco es que debamos sorprendernos por la exaltación nacional que acompaña al éxito deportivo. Está en la esencia del mismo. Tanto que de ahí bebe la negación a permitir a otros que accedan al instrumento de cohesión de la competición internacional de selecciones

QUÉ tentación irreprimible la de sumarse a la corriente de opinar sobre lo visto y oído durante la recién terminada Eurocopa 2012. Soy de la opinión de que las tentaciones que no se pueden superar deben cultivarse. Empiezo por admitir que soy muy futbolero. Que me he tragado sin empacho prácticamente cada partido de la fase final celebrada en Polonia y Ucrania. Y confieso que me he divertido en algunos y me he aburrido soberanamente en otros.

Pero no pretendo engañar ni marear la perdiz: no están escritas estas líneas para hablar de fútbol. La victoria sin parangón en el pasado futbolístico de la selección española de fútbol ha provocado una cierta explosión de euforia en un buen puñado de plumas y micrófonos que filosofan sobre el sentido último de esta victoria, de valor incuestionable, y sobre las virtudes balsámicas de la misma. Y, sobre todo, ha habido una salida estrepitosa del armario de la contención intelectual que empieza a dejar perlas para la memoria.

Tampoco es que debamos sorprendernos por los discursos de exaltación nacional que acompañan al éxito deportivo. Está en la esencia misma de este tipo de competiciones, como lo estará en los próximos Juegos Olímpicos de Londres. Tanto es así que de ella bebe la misma negación a permitir a otras identidades nacionales que accedan al disfrute y el instrumento de cohesión que constituye el deporte de competición internacional al nivel de selecciones. En Euskadi o Catalunya, donde esa reivindicación tiene historia, se sabe algo de esto. Se experimenta esa negativa que no es tanto a su posibilidad de competir como a la de constituirse a ojos de la comunidad internacional como nación en el mismo nivel de reconocimiento que ellos. La herramienta de exaltación y cohesión identitaria que es hoy una selección deportiva es evidente. Y, por tanto, un peligro para quienes temen la proyección social de identidades alternativas a la oficialmente promocionada.

La osadía de la incontinencia ha llevado a algún que otro a situar el devenir de la selección española en contraposición a la demanda de reconocimiento de las naciones sin Estado de este Estado. Ven en el colectivo un grupo bien avenido, ejemplo poco menos que de esos cinco siglos de "proyecto común" que enarbolan a despecho de la propia Historia y su sucesión de monarquías absolutas, compraventas de prebendas y hechos de armas que han amalgamado o desgajado, según el caso, la vigente estructura estatal de la península ibérica. No recuerda estos días nadie la irritación que produce en alguno de los miembros de esa selección que sus compañeros utilicen su lengua materna cuando esta no es el castellano. Ni el reproche que algunos de esos mismos jugadores han tenido que digerir en el pasado y lo harán en el futuro por exhibir la senyera en la celebración de los triunfos, igualmente colectivos, de su club.

No. No hay reproches. Estos días todo el mundo es buena gente y los nuevos héroes se nos presentan como el espíritu de una unidad nacional que estos días vive intervenida por instancias económicas europeas. Mientras, los atlantes del esférico tributarán a la baja en el extranjero -como viene siendo costumbre- la prima de seis cifras que se han ganado con el sudor de su frente y pagamos con el de las nuestras y cargo al déficit público.

Me llama la atención la facilidad con la que se da la espalda a lo menos lúdico de la realidad cuando se defiende, impreso en papel y negro sobre blanco, el merecido efecto balsámico de la victoria española. Con la que está cayendo -admiten- qué menos que un alegrón para el currito al que hoy le cuesta más cara su medicación, su bombona de butano o encender la tele para ver el recibimiento a la roja. Fierabrás se hace cruces de envidia al ver el grado al que se eleva el fenómeno placebo con una buena estrategia de marketing compartida por el común de los medios.

¿Y quién es el chulo que se desmarca de este subidón? Algún desaprensivo, perverso o simplemente un maledicente como el que suscribe. De esos que, con la boca pequeña citan a la roja por no citar el nombre de España. Que sí, que también esa teoría conspirativa circula por ahí. Que, ahora, los mismos que construyeron el icono piden convertirlo en anatema. Piden adhesión a la patria travestidos de enamorados del fútbol. El seudónimo de la selección también irrita a quienes aspiran a apropiarse del fenómeno para sus propios usos. Ya no hay "furia" ni "roja"; ahora solo hay España y el que no coree su nombre o cante el himno en clave de "lololó" -hasta que a alguna otra federación deportiva se le ocurra que hay que ponerle letra ya- es un flojo o un traidor.

En el otro extremo, también hay quien entiende que para escapar de esta corriente es preciso poner a batir otro remolino en sentido contrario. Son los que ven en los futbolistas de su club a un "apátrida" -sic, esto es algo que se ha podido leer también estos días- por militar en selecciones ajenas; los que están dispuestos a resolver con la contundencia argumental de un palo la desavenencia nacional. No me parecen mejores. Elijo ser minoría en este debate. De esa que respeta igual al deportista que elige no participar de una selección que no siente que al que cede a la aspiración del éxito personal o al que, sencillamente, comparte la exaltación nacional que impregna al deporte.

Minoría militante en su dimensión microscópica. De esa que comprende el despliegue de rojigualdas porque he ido a mis propias finales envuelto en mi ikurriña. De esa que reclama ver a sus selecciones deportivas ganar o perder en el campo de juego y no secuestradas en un despacho. De esa que no pretende que deporte y política no tengan vasos comunicantes pero sí reclama que no se cierre el grifo cuando desde otras realidades nacionales se pide acceso a esa agua. Minoría, en fin, que por serlo no deja contentos a unos ni a otros. Debe ser la nueva equidistancia. En la vieja también nos sentíamos reivindicados algunos, aunque tampoco era cómoda. Al menos, al no compartir la profusión de grandes frases huecas de estos días no se nos enrojece el rostro? no sea que nos pinten una franja amarilla.