A medida que los mercados presionan sobre los estados, la sensación de desánimo se extiende y está erosionando las bases de nuestra convivencia. Lo peor del momento actual no es solo el deterioro progresivo del tejido económico, sino el hecho de que a ello se está sumando una desconfianza progresiva en el sistema democrático y en sus instituciones. Esto no es un fenómeno particular de nuestra sociedad, acabamos de asistir a los recientes resultados de ratificación del pacto fiscal en Irlanda, donde a la segunda y a duras penas han conseguido que la opción europea triunfe en medio de una abstención del 50% aproximadamente; veremos qué es lo que pasa en Grecia.

Si miramos puertas adentro, otro tanto de lo mismo. La desconfianza generalizada se extiende y abarca todos los segmentos de la vida política. Los sistemas de partidos son considerados como una élite al servicio de su reproducción, indistinguibles desde el punto de vista de su posicionamiento ideológico, inmersos en una sumisa aceptación de las directrices emanadas desde el poder y controlando los poderes ejecutivos, legislativos y judiciales hasta el punto de constituir un magma indistinguible donde sus funciones de equilibrio y contrapeso están profundamente cuestionadas.

Puede parecer una visión un tanto catastrofista, pero no hay más que darse una vuelta por los distintos estudios sociológicos elaborados ex profeso para entender por qué el juicio a los partidos políticos es tan negativo; da lo mismo que se trate del partido gobernante (48,3% opina que la gestión es mala o muy mala) que de la oposición (52,4%). La política ha dejado de ser la expresión de una voluntad al servicio de un proyecto colectivo para transformarse en una mera representación teatral carente de contenido. Las escenografías electorales no pueden ocultar el progresivo vaciamiento democrático que se está produciendo en términos de capacidad de decisión. El desencantamiento es el resultado lógico de que nuestros sistemas de representación están profundamente adulterados en unos casos, y son completamente inoperantes ante las grandes decisiones en otros.

Una mirada a nuestro derredor nos muestra que, además de la crisis económica, estamos inmersos en una crisis institucional de primer orden. La práctica totalidad de las instituciones democráticas están en una situación que, siendo benévolos, podríamos denominar de "equilibrio precario": Monarquía, CGPJ, TV, TC, partidos políticos, sistema autonómico y demás. Una mirada más general nos muestra la incapacidad del sistema institucional para enfrentarse con los problemas que sacuden a la sociedad debido a la crisis generalizada provocada por la partitocracia, verdadero obstáculo para la regeneración democrática.

La crisis del sistema institucional partitocrático solo podía tener una salida: la penalización de determinados comportamientos al margen de los canales establecidos, vía modificación legislativa oportuna. Esta tiene por objeto hacer frente a las movilizaciones crecientes que desde el comienzo de las reformas y de los recortes vienen produciéndose y que amenazan la estabilidad de un sistema democrático que entiende que los partidos no encarnan alternativas reales al mismo; que aquellos son únicamente instrumentos acomodaticios frente al poder establecido. Solo una breve contabilidad del número de reformas previstas del Código Penal (más de una docena en los 100 primeros días del gobierno actual) penalizando conductas tan sospechosas como convocar actos de protesta a través de las redes sociales o la resistencia pacífica tildada en adelante como "atentado a la autoridad", son botones de muestra de esta incapacidad a la que me refiero.

En un intento desesperado de legitimar el papel de los partidos suelen defenderse los políticos de turno diciendo que: "no todos son iguales", remitiendo la explicación de los comportamientos políticos al ámbito de las conductas individuales, tratando así de obviar el carácter estructural de las relaciones políticas, más allá del nivel inmediato. Sería algo tan absurdo como querer entender el comportamiento de los mercados sobre la base de las buenas o malas intenciones de los agentes, al margen de las leyes de funcionamiento del mercado capitalista. Un ejemplo evidente de la dimensión estructural del fenómeno lo tenemos en la crisis de Bankia. El problema no deriva solo de la mala gestión y de las perdidas provenientes de la caída del mercado inmobiliario, que también; sino de que este tipo de instituciones han sido el caldo de cultivo de todo tipo de irregularidades derivadas de un control discrecional del poder al margen de los sistemas de representación colectivos; lo mismo puede decirse de las crisis generadas en otras instituciones: monarquía, renovación de los órganos judiciales y demás. ¿A alguien le extraña entonces que sean los propios partidos a través del control de las instituciones quienes traten de exonerarse evitando cualquier depuración de responsabilidades? A mí no.

Todo esto deja al sistema democrático tocado, en una situación de profunda debilidad. La concentración progresiva de poder está alejando la toma de decisiones del control ciudadano mediante una progresiva burocratización, anquilosamiento y control coercitivo de las instancias decisionales. En la parte superior de la pirámide, la concentración progresiva de los órganos de decisión al margen de los parlamentos es un hecho hoy en día. La política económica, la política fiscal, las decisiones en materia de política social y demás se dirimen en ámbitos sobre los cuales los parlamentos poco o nada tienen que decir. En la parte inferior, la lucha por los derechos sociales y laborales está siendo restringida y penalizada a través de diferentes modificaciones legislativas que poco menos condenan este tipo de actuaciones al ámbito de la ilegalidad. De este modo, las instancias coercitivas: legislaciones ad hoc, fuerzas armadas y demás, se convierten en instancias de control social al servicio del reforzamiento de la disciplina y de la obediencia de todos aquellos excluidos del sistema. El ejercicio de la democracia participativa se ha convertido en algo subversivo.

La apelación a la recentralización del Estado debe comprenderse en esta dinámica, la del afianzamiento del sistema partitocrático que aleja a los ámbitos territoriales de los procesos decisionales y que fortalece al mismo tiempo un esquema tecnocrático en el que las decisiones se pierden en esferas de poder terriblemente opacas y concentradas. No es extraño que cualquier propuesta descentralizadora que diversifique las estructuras de poder y que, por otra parte, acerque la toma de decisiones a las sensibilidades ciudadanas, aunque no sea más que fruto de la proximidad, sea vista con enorme desconfianza. Precisamente por esta razón entiendo que proyectos descentralizadores son un test para la democracia porque, como dice Christine Bessonart, presidenta de la asamblea de municipios en Iparralde: "Vemos lo que pasa en el otro lado del País Vasco? cuando un país toma las riendas de su vida, se produce mayor dinamismo y se dan respuestas más precisas y eficaces a los problemas?" (DEIA, 4 de junio). Dicho de otra forma, la democratización de los sistemas políticos va a pasar necesariamente por una reformulación de las estructuras de poder donde las tensiones entre lo local, vinculado a las condiciones de reproducción social; y lo global, concentrando estructuras de poder cada vez más complejas y alejadas de las condiciones de vida que fagocitan los niveles de decisión local están servidas. Esta contraposición va a ser una fuente continua de inestabilidad institucional. No me extraña que a muchos cualquier proyecto de afirmación de carácter soberanista les parezca poco menos que revolucionario. Y es que el binomio identidad-alteridad choca frontalmente con la homogeneización vicaria a la que nos quieren someter las estructuras de poder en liza.