EN el Parlamento Vasco se ha vivido un nuevo episodio en el proceso de lo que podríamos llamar de normalización de la convivencia como consecuencia de la nueva situación creada por el abandono de las armas por parte de ETA.
El episodio en sí es una nueva demostración de la caótica gestión del Gobierno López. Tiene lo suyo que más de cuatro meses después de que ETA anunciase solemnemente el cese definitivo de su actividad armada, Patxi López se dignase a acercarse al Parlamento Vasco para llevar a cabo la presentación de "propuestas para afianzar la paz en Euskadi". Pero si ya resultaba llamativo el largo periodo de inacción ante lo que ha sido la noticia más importante de Euskadi en décadas, todavía resulta más llamativo que Patxi López llevara a cabo ese planteamiento en torno a una iniciativa, no del Gobierno vasco, sino del grupo parlamentario de Aralar, y que, para acabar de redondear el esperpento, se presentara ante el Parlamento y los grupos que lo integran actualmente sin haber trabajado previamente un asunto de tanta enjundia, en orden a poder llegar a acuerdos. Así que todo invitaba a pensar que aquello acabaría, como efectivamente sucedió, como el rosario de la aurora.
Sin embargo, no es mi propósito extenderme en la enésima torpeza del Gobierno López, sino poner el acento en la deficiente gestión general de este proceso y, por otro lado, enmarcarlo en la bochornosa utilización del asunto de las víctimas en el marco del Estado español.
Quienes no tenemos responsabilidades políticas directas, podemos tener una cierta propensión a la crítica de la actividad política, y es cierto que a nivel de calle se llevan a cabo a veces procesos de simplificación y de generalización crítica que a menudo no son muy justos con nuestros políticos. Sin embargo, pasados meses desde el anuncio de ETA, resulta ya cansino el continuo ir y venir de declaraciones, sin que a ojos de la ciudadanía se estén dando pasos para ir cerrando heridas. El espectáculo alrededor de la intervención de López en el Parlamento Vasco, que seguí a pie de calle en Vitoria-Gasteiz, resulta especialmente ilustrativo de lo que digo. Grandes declaraciones sobre si se debía o no constituir una ponencia, quiénes deberían integrarla, salpicadas con puyas de unos a otros. Y, para colmo, una patética intervención de quien es el principal valedor del Gobierno López, invitando a este a elegir entre ellos o Batasuna.
La gente con la que hablabas en la calle no entendía nada. Aralar defendía que había que poner en marcha la ponencia, aunque no estuvieran todos; sin embargo, es lo cierto que en sede parlamentaria puede comparecer todo aquel que sea llamado, si así lo deseara. Y, naturalmente, Batasuna también, se llame como se llame. Pero lo más gordo del asunto es que parte de los coaligados en Amaiur y Bildu ya se sientan actualmente en el Parlamento Vasco, lo cual añade, si cabe, más dosis de absurdo a esta discusión.
Sería todo más fácil si el PP y el PSOE, que fueron quienes implantaron la Ley de Partidos, una vez sabido que ETA ha anunciado el cese definitivo de su actividad violenta y toda vez que existe una comisión internacional de verificación de ese cese, declararan que no tiene sentido prolongar la ilegalización de Batasuna y dieran cobertura política y parlamentaria a que la justicia española actuara en consecuencia. Porque, además, que después de que tanto Bildu como Amaiur hayan obtenido una representación política en elecciones municipales, forales y generales, tengamos que asistir a estas alturas a discusiones sobre si son galgos o podencos, resulta francamente ridículo.
Pues como si oyeran llover. Los partidos españoles siguen dando vueltas y más vueltas a la definitiva disolución de ETA y a la imperativa necesidad de pedir perdón.
No voy a gastar ni un segundo en lavar la cara a ETA ni a quienes de una u otra manera han callado ante sus crímenes. Creo sinceramente que cuanto antes haya por parte de ETA una asunción del daño causado, será mejor para todos. Cuando escuchamos a cualificados representantes políticos decir que en Irlanda esperaron años a que se llevara a cabo un reconocimiento público por parte del IRA, hay que decir que es cierto, y lo es a medias. Pasaron siete años desde el Acuerdo de Viernes Santo de 1998 hasta que en 2005 el IRA anunciara que se deshacía de las armas, y tres años más hasta que el gobierno británico lo considerara desmantelado. Y no fue hasta el 16 de julio del 2002, 14 años después de la Declaración de Downing Street, que el IRA hiciera pública su declaración pidiendo perdón por las víctimas civiles causadas a lo largo de 30 años (650 víctimas de un total de 1.800). En aquel documento publicado en An Phoblacht, el IRA decía "ofrecemos nuestras sinceras disculpas y condolencias a sus familias". ¿Se imaginan algo semejante aquí?
De la misma forma que digo que ETA debería llevar a cabo una declaración, la que fuera, contundente, que dejara de dar coartadas a quienes siguen anclados en el discurso de vencedores y vencidos, también digo que me parece que raya el esperpento, cuando no el bochorno, que se incida en determinados discursos acerca del arrepentimiento y el perdón desde determinadas latitudes políticas, máxime cuando vivimos en un Estado, el español, que ha amparado y sigue amparando, parapetado en su sistema judicial, los crímenes contra la humanidad cometidos durante el franquismo. Y ello, como ha destacado recientemente el catedrático José Ignacio Lacasta, utilizando, junto a un absolutamente inadecuado y equidistante paralelismo entre republicanos y franquistas, el falaz argumento de que con la Ley de Amnistía se habrían perdonado los unos a los otros sus atrocidades. Hombre, pues no; no es una cuestión de matiz que unos lucharan por las libertades y los derechos universalmente reconocidos internacionalmente contra quienes, una vez acabada la contienda bélica, se dedicaron durante décadas al exterminio programado y a la persecución sistemática de sus opositores políticos.
Por si todo ello fuera poco, estos días hemos vuelto a asistir al bochorno de actos protagonizados por la AVT, sobre los que no me voy a extender. Hace tiempo que la derecha extrema campa a sus anchas, y no repara -como no lo hizo en su día a las puertas del Congreso de Diputados en Madrid, ante la aquiesciencia del PP- en insultar gravemente a miembros de asociaciones de víctimas que no comparten su ideario ultra. Con el ruido de fondo de este tipo de planteamientos, convenientemente amplificados por la brunete mediática, la actitud timorata cuando no inquisitorial del PP y del silente PSOE solamente puede ser desactivada por una actuación decidida de ETA y sus epígonos políticos. Dice el dicho popular que más vale ponerse un día colorado que ciento amarillo.
Alguien ha afirmado recientemente que, en todo caso, quienes deberían hablar de perdón son la víctimas, no los victimarios. De cualquier manera, sea cual fuere la fórmula de reconocimiento o arrepentimiento por el recurso a la violencia, quedaría la tarea, de unos, de otros y de todos, de establecer la verdad. Ardua tarea, cuando después de décadas de feroz dictadura franquista, todavía hasta los tribunales disculpan sus crímenes con falaces argumentos.
Sea como sea, el reconocimiento del daño causado por la violencia habrá sido un paso capital. A estas alturas, uno no aspira a que se reconozca la verdad entera, pero sí cuando menos a que se hable libremente de lo que de ella pensamos. Dice Javier Sádaba que la verdad, si no es entera, se convierte en aliado de lo falso. Eso es lo que estamos viviendo desde hace décadas. Y algunos, al parecer, no piensan mover un dedo para cambiar las cosas.