HACE ya tiempo que la existencia de la Historia ha sido puesta en cuestión. Los currículums oficiales, prudentemente, omiten el artículo y nos hablan de "Historia de España" (o de America, o de Euskadi, que a estos efectos da igual ), manteniendo, eso sí, el singular; pero tampoco cuela con facilidad. Podemos ponernos más o menos de acuerdo sobre los datos, (si un determinado acontecimiento ocurrió en tal fecha o en esta otra, si fue este o aquel el autor de una acción concreta...) pero difícilmente con carácter general sobre la selección de los que creemos necesarios o relevantes para explicar un fenómeno, sobre su influencia en el desarrollo de los acontecimientos y sobre, por tanto, la interpretación que hay que extraer de su visión conjunta. Se suele decir que se ve lo que se mira y que se encuentra lo que se busca o, dicho de otro modo quizá más exacto, que mirar para otro lado y pasar por encima de lo que no creemos relevante o no nos interesa, nos llevará a diferentes conclusiones de las que obtendrá quien ponga allí el foco o quién sabe si la lupa incluso.

Viene esto a cuento de la pretensión, reiteradamente expuesta desde el ámbito español de la sociedad vasca, de que es necesario que exista un "relato común" de lo acontecido en Euskadi en relación con el terrorismo de ETA, y de que se escriba "desde la perspectiva de las víctimas y no de la de los verdugos" por utilizar expresiones del ínclito de Basagoiti. O "desde la de los vencedores y no desde la de los vencidos", como también se ha llegado a decir.

Revela esta actitud una concepción de la Historia como dogma, como verdad, como discurso renuente a la interpelación de cualquier otro crítico, disidente o alternativo. Una Historia a imponer en lugar de una Historia a descubrir. Y es una actitud que desconoce que el valor y sentido de un relato es decirnos sobre quién cuenta, casi tanto o más que sobre lo contado; desnudarnos sus focos de interés (selección de datos, énfasis y jerarquización), sus claves de interpretación y proceso de pensamiento y su posición ante lo relatado, si lo vive con pasión o lo ha cosificado como objeto de análisis ajeno o rutinario. Pero que la Historia de Basagoiti y la nuestra no coincidan es natural, nunca lo han hecho; lo preocupante sería que coincidiesen. Lo que hay verdaderamente que denunciar es el camino por el que nos lleva.

Porque lo que se pretende, en realidad, es negar a determinados sujetos (en esta ocasión por "terroristas", en otras futuras quien sabe si por "rojos", o por "separatistas" más probablemente ) el derecho a escribir su propia historia, a contar las cosas desde su propia perspectiva. El derecho a mirar a otro sitio y ver, quizá, lo que nosotros no vemos, o verlo de manera distinta. Y este es uno de los ingredientes fundamentales y primarios de la libertad. El derecho a prescindir de cualquier código predeterminado de interpretación para utilizar el que deriva de nuestra personal e intransferible experiencia vital.

No hay gobierno ni tribunal a quien se haya dado este poder en ningún Estado democrático. Todo lo más, y de forma polémica, se ha exigido responsabilidad a quienes (por ejemplo, negando el Holocausto nazi) se ha entendido que respaldaban conductas atrozmente contrarias a los Derechos Humanos. Pero nuestros "vencedores" nunca se han conformado con la detención de los terroristas y el cese de sus acciones. Siempre han querido ir más allá. Siempre han sentido que algunas partes del relato de los violentos interpelaban demasiado poderosamente las raíces del suyo. Que muchas personas que jamás compartiríamos la necesidad de recurrir por ello a la violencia y a la lesión de los derechos ajenos, aceptábamos, comprendíamos o al menos escuchábamos y nos dejábamos interpelar por su crítica, su denuncia o determinados aspectos de su lectura de lo acontecido o de la manera de enfrentarse al porvenir.

De los partidarios de la ley y el orden, no es sorprendente escuchar la reivindicación de la Historia y el relato. Pero sin llegar a creer que existan tantas Historias como personas (la Historia es algo más que el relato) si que es verdad que la suya la cuenta cada uno. Y a nadie se le debe impedir.

Esto no quiere, por supuesto, decir que todos los relatos sean iguales. Que a todos haya que prestar igual atención. Que todos nos sugieran en la misma medida reflexiones igualmente válidas. Que todos, en fin, nos proporcionen información relevante sobre lo contado (que acaso nos interese) más allá de lo que nos informan sobre el kontalari (que no tiene por qué interesarnos lo más mínimo). Del mismo modo en que es imposible un relato común que haga tabla rasa de nuestras diferencias previas en cuanto a valores, claves de interpretación y actitud frente a la disidencia, (dejaría de ser común al minuto de proclamarse) tampoco cabe reconocer igual potencial ilustrador a cualquier relato, discurso o perspectiva.

Todos tenemos una diferente capacidad de entenderlos y una distinta distancia respecto de sus fundamentos y derecho a expresarnos desde todo ello. Derecho del que nadie nos puede privar, ni en nombre de "las víctimas" (a las que se convertiría en responsables de un crimen contra la libertad) ni en el de "victorias", sobre las que, tanto en términos de protagonistas como de significados, habría mucho que discutir.

La Historia común, la oficial, la que se ha prescrito que debe ocupar el ámbito educativo y el de los medios públicos de comunicación es un trasunto del pensamiento único que algunos ansían tanto (si es que es el que coincide con el suyo). Avanzaremos mucho como sociedad, en sentido contrario a lo que proclama dicho discurso, si podemos sustituirla por una actitud más o menos común ante las historias y relatos de cada uno. No la de compartirlos, que sería imposible y absurdo con tantos y tan contradictorios; pero sí la de escucharlos con vocación de contrastarlos con nuestras consideraciones previas y la de sentirnos interpelados y corresponder con nuestra interpelación. Para hablar todos y no solo algunos. Que es más interesante.