no creo que seamos tan torpes como para que, una vez obtenido el más deseado comunicado de las últimas cuatro décadas, nos pongamos a hacer análisis sintácticos y ortográficos, a cambiar las palabras por otros sinónimos, a leer el texto de abajo hacia arriba, o cualquier otra maniobra que nos lleve a la conclusión de que aquí no ha pasado nada, o de que es más importante defender nuestro discurso particular que allanar los caminos hacia la normalización de la vida política y social de Euskadi. No creo que seamos tan tontos, insisto con temor, porque algunos intentos de eso ya los he visto, y porque sería terrible que lo que puede servir para aunarnos en la búsqueda de la paz, quede reducido a elucubraciones y distingos bizantinos que, además de ser estériles, pueden dificultar en extremo las salidas inteligentes. Y para que tal cosa no suceda, conviene recordar algunas verdades esenciales.

La primera, que la justicia no compete a los particulares -aunque sean víctimas-, sino al Estado, y que nadie puede invocar el privilegio de opinar sobre lo que decidamos hacer con mayor presunción de acierto y legitimidad que todos los demás. La segunda, que el Estado de derecho solo se define con respecto a la Constitución y a la Ley, y que tanto se cumple con él cuando se aprueba la ley de partidos como cuando se deroga, cuando se endurecen las penas con la creencia de que eso favorece el orden, la justicia y la paz, como cuando, buscando exactamente los mismos fines, se hace lo contrario. La tercera, que muchas de las leyes vigentes en materia penal pueden ser aplicadas y respetadas haciendo políticas muy diferentes, y que la acción de acercar presos -por poner sólo un ejemplo- no es menos legal, ni menos justa que la anterior práctica de dispersarlos.

También hay que recordar que el Poder Ejecutivo posee y administra, dentro de la ley, los poderes de gracia, y que es el responsable de garantizar la seguridad y el orden de acuerdo con los criterios políticos y técnicos que, dentro de la ley, considere más efectivos y convenientes. Por eso no tiene sentido invocar el Estado de derecho como si fuese un carnero enfurecido que embiste siempre en la misma dirección y no tiene marcha atrás. Que las cosas haya que hacerlas con tiento y mesura, y sin generar injusticias objetivas, no quiere decir que el Gobierno esté atado de pies y manos y no pueda hacer nada, o que la autoridad correspondiente en cada caso esté sometida a informes previos y vinculantes de los que, por estar o sentirse directamente concernidos, dan entender que el único o principal camino de la justicia es el de darle satisfacción a ellos y no a la sociedad, o el de hacer justicia en el peor y más restrictivo de los sentidos -el que castiga duramente y a cualquier precio-, en vez de hacerla a favor de la paz y de la normalidad democrática.

En esta línea me produjo una enorme esperanza el leer las valientes e inteligentes declaraciones de Eulalia Lluch -¡de tal palo tal astilla!-, que, siendo hija del llorado y recordado ex ministro de Sanidad y rector de la UIMP Ernest Lluch, asesinado por ETA, encontró en su corazón la suficiente generosidad para decir esto: "Las víctimas no somos objetivas. Se nos ha de tener en cuenta en el momento de reconocer que hay unas víctimas, pero no podemos intervenir, por tenerlo a todo a flor de piel. Y por no poder tener la cabeza fría para articular discursos que vayan más allá de lo que uno siente interiormente". Con media docena de personas así se hace la paz y se gana la normalidad en cualquier circunstancia. Porque es una impresionante lección sobre el concepto de justicia que su padre estaría orgulloso de escuchar.