cuando los Estados eran la clave de arco del orden político y económico a los palestinos se les negó todo lo que pudiese oler, incluso de lejos, a soberanía. Pero ahora, cuando la idea de Estado empieza a dar signos evidentes de cansancio, y los organismos y coaliciones de geometría variable hacen y deshacen a su mejor criterio y albedrío -como en Serbia, Kosovo, Irak, Afganistán o Libia-, a los palestinos se les regala un Estado de juguete -que no tendrá ejército, ni espacio aéreo, ni política de fronteras-, para que se recluyan en él de forma voluntaria y cumplan a rajatabla el designio que tiene la comunidad internacional para tan inestable territorio.

La sensación de impasse en la que estaba sumido el conflicto más antiguo del mundo, el desprecio mostrado por Israel sobre todas las convenciones y valores políticos que están llamados a asentar un nuevo orden mundial, el creciente coste de un statu quo originado y mantenido mediante la sistemática destrucción de infraestructuras y servicios creados por la cooperación internacional, y la alteración de los equilibrios territoriales que Israel maneja a su favor por medio de la guerra, han obrado el milagro de forzar un acuerdo básico que, al oficializar el reconocimiento de un nuevo actor estatal apoyado por ciento cuarenta países, pretende dar salida a todas las contradicciones e ineficiencias que llenaron de dramatismo y desesperanza la reciente historia de Palestina.

La fea realidad del problema palestino se adorna ahora, y disimula, con pura bisutería política. Por que si bien es cierto que cualquier movimiento que se aprecie en este ámbito es mejor que el estancamiento y el olvido, no podemos caer en el error de ignorar u ocultar que la decisión de embutir un nuevo Estado en el atiborrado escenario del Medio Oriente no es más que la constatación de un fracaso de la comunidad internacional que, en contra de todos los principios y valores que dice sostener, tolera la existencia esencialmente agresiva del Estado étnico-religioso y militarista de Israel. La salida lógica al conflicto generado por la creación del Estado judío y la aplicación del apartheid a la población palestina sólo puede ser la creación de un Estado plural y laico capaz de albergar y consolidar una realidad social multiétnica y multirreligiosa gobernada por una democracia avanzada. Y al no hacerlo así, y dar por sentado que el Estado de Israel tiene patente de corso para desarrollar una política a la medida de una comunidad de corte identitario y fundamentalista, nos vemos abocados a una decisión que, lejos de solucionar el problema, se limita a compensarlo.

Una vez cometido el error israelí, que consideramos irreversible, lo único que se le ocurre a la comunidad internacional es compensarlo con la creación de otro Estado -el palestino- que, si asume los supuestos también identitarios de su creación, acabará sirviendo para justificar -en su tercera o cuarta carambola- el Estado de Israel. Lo malo es que dos Estados de esta naturaleza no caben en una región tan tensionada por la guerra, los conflictos históricos y religiosos y las políticas imperialistas de Occidente. Y por eso vamos a crear un Estado puramente formal, que funcionará como una jaula de oro de ingreso voluntario, al que se le niega lo que sería, en estricto sentido, su soberanía. Porque las causas del conflicto en nada se corrigen. El consenso dominante sigue siendo que el Estado de Israel es imprescindible para mantener el orden político dominante, y que, en aras de esa necesidad, nadie le puede hurtar los instrumentos lícitos e ilícitos que emplea para fortalecerse y anticiparse a todos sus vecinos. Y ese es, por desgracia, el mismo problema de siempre.