qUIZÁ la abundancia de noticias de este tipo, repetida por la abundancia de medios, multiplicada por la abundancia de canales y, por tanto, escuchada abundantes veces haya causado el mismo efecto que la famosa fábula. "¡Que viene el lobo, que viene el lobo!", bromeaba Pedro el pastor atemorizando a los vecinos por el incierto futuro de sus rebaños. Así día tras día. Hasta que un día llegó el lobo de verdad, nadie creyó al zagal y el carnívoro mató todas las ovejas de la aldea. Quizá los medios hayan contribuido involuntariamente a ese efecto y, a base de dibujar día tras día nubarrones económicos, la gente normal, el ciudadano, haya perdido conciencia del calibre de la tormenta que, parece, se avecina. La situación es tremendamente delicada. Límite. Y lo es para todos. Esa es la primera cosa que, desgraciadamente, debe quedar clara. Aunque el problema lo hayan creado y alimentado otros, lo sufrirán los ciudadanos. Esto lo rompen unos (que, además, se lucran) y lo pagamos todos. Ahí están los ejemplos de Irlanda, Portugal o Grecia. Las consecuencias de los rescates hablan de tú, no de usted: rebaja de sueldos (especialmente los del funcionariado, con mermas hasta del 30% en Grecia), subida de impuestos como el IVA, creación de nuevas tasas, recortes de empleos públicos (150.000 en el caso griego), recorte de gastos en sanidad, educación e inversión pública, recorte en las prestaciones de la Seguridad Social, retrasos en la edad de jubilación... Un sonoro adiós al estado del bienestar tal como se conoce. Y todo durante unos años que nadie se atreve a determinar cuántos serían. Las grandes maquinarias de hacer dinero no entienden de la vida cotidiana, de las personas; ya va siendo hora de que alguien detenga esa maquinaria que puede devorar, incluso, hasta a la propia Europa. Por simple coherencia, e incluso por egoísmo, las instituciones y potencias europeas no pueden permitir la caída de España o Italia al abismo. Nadie maneja dinero a espuertas como para hacer frente a más rescates. Nadie. Si el ataque se consumase sería el principio del fin de una Unión Europea que, tras demostrar su carencia de democracia real, ni sería unión ni sería europea. Al menos así lo sentirían, con toda la legitimidad, miles de ciudadanos a quienes, sin saber muy bien por qué, alguien o algo les ha complicado el ya de por sí difícil futuro. Un mal cóctel. Si el sistema deja hundirse a ambos países el euro tendría menos sentido y podría volverse, por qué no, a una Europa entendida como mera denominación geográfica integrada por países separados por fronteras y que nada común tienen entre sí. La línea roja está más cerca que nunca (los expertos la sitúan en los 450 puntos de la prima de riesgo) y el verdadero drama radica en que el Gobierno español no tiene ningún margen de maniobra. Y el PP, tampoco. La avaricia rompe Europa.
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