EL inicio en la Audiencia Nacional del juicio por lo que se denomina caso Bateragune contra Arnaldo Otegi, Rafael Díez Usabiaga y otros seis miembros de la izquierda abertzale, todos ellos acusados de intentar reconstruir las estructuras de Batasuna después de que dicha formación fuese ilegalizada, supone otro giro más en la que parece interminable espiral que al respecto y a consecuencia de la violencia y su entorno dificulta y retrasa, si no trata de impedir, la imprescindible normalización de la vida política en Euskadi. Los once días de juicio (hasta el próximo día 7), en los albores de lo que se considera un nuevo tiempo una vez se confirme la ansiada desaparición definitiva de la violencia, no sólo no contribuyen a encauzar las relaciones entre partidos sino que influyen en que las posturas más intransigentes se sostengan y, quizás no de manera ingenua, también fomentan el patente cansancio de la sociedad vasca respecto de la actividad política ante los reiterados obstáculos con que se ha venido trufando, por una y otra parte, la consecución de sus principales aspiraciones, paz y autogobierno, reiteradamente exigidas de manera absolutamente mayoritaria. Así, desde la intransigencia, el encausamiento de quienes admiten haber intentado transformar una estrategia política-militar en otra pacífica y democrática se podría argumentar en la primera de esas actitudes y sus dramáticas consecuencias extendidas durante décadas, pero argumentar y razonar no son precisamente sinónimos en este caso, por cuanto dicho encausamiento supone por el contrario dificultar el intento de acabar con esa primera actitud y, por tanto, con el drama provocado por la misma. También desde la intransigencia se puede argüir precisamente esto último, que no se desea poner fin a las dramáticas consecuencias de aquella actitud por cuanto el juicio -la designación de la jueza Ángela Murillo no es una casualidad en ese sentido- buscaría dificultar su fin, pero también en este caso la tesis adolecería de una insostenible y parcial irracionalidad que sólo sirve para justificar la intransigencia propia en la ajena y que además antepone ambas a la exigencia de la sociedad que ha venido sufriendo sus consecuencias. Y deben ser esas intransigencias, las dos, las destinatarias de las palabras -"los sectores que no tienen argumentos políticos necesitan desesperadamente que la violencia se haga presente"- de Arnaldo Otegi, quien al admitir su evolución desde la comprensión de la lucha armada a la constatación de que "la violencia enquista los problemas" admite y asume el trágico error que la izquierda abertzale ha mantenido durante décadas y personaliza una exigencia que, sin embargo, esa misma izquierda abertzale aun debe realizar a ETA: "Necesitamos que desaparezca irreversiblemente de nuestro país".
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