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Unión Económica Europea

La tracción de Alemania y Francia hacia una convergencia económica cada vez más estrecha de los países de la zona euro contrasta con la falta de liderazgo para mostrar a la UE con un único polo político en el intrincado panorama internacional

ANGELA Merkel quiso ligar ayer la imposición del pacto de competitividad y las medidas económicas restrictivas en toda la zona euro a cambio de su conformidad a la flexibilización del fondo de rescate con una hipotética unión política de Europa. Llegó a ser textual: "El euro es también un proyecto político (...) Queremos mostrar que en el plano político, en tanto que Unión Europea, pero también como países de la eurozona, queremos converger y ello supone una cooperación económica más estrecha", señaló la canciller alemana. Sin embargo, los hechos no acompañan más que a la última parte de esas palabras. Merkel y Sarkozy, el eje franco-alemán que gobierna a la UE más allá del gobierno de la UE que preside Herman van Rompuy, sí está logrando avanzar en la convergencia económica, en ocasiones a través de la imposición, y el pacto de competitividad supone un paso enorme -acertado o no- hacia una economía común con la pretendida armonización de la edad de jubilación, del impuesto de sociedades, de la separación de sueldos e inflación y de los límites constitucionales al déficit público. Otra cosa será que toda la zona euro siga el ritmo que pretende Merkel y, por ejemplo, Sarkozy pueda presentar a la sociedad francesa un retraso de la jubilación de tal calibre o que Zapatero pueda convencer, otra vez, a los sindicatos para separar el IPC de la negociación colectiva ahora que el Banco de España también lo recomienda. Pero el paso, la intención, es manifiesta y se muestra en la dirección de converger finalmente en eso que se ha venido a denominar "gobernanza" común de la Unión. Sin embargo, la confluencia política se antoja mucho más lejana, entre otras cosas porque esa misma convergencia económica -que Merkel y Sarkozy, pero no solo ellos, consideran prioritaria como demuestran los cambios prácticos respecto al Tratado de Lisboa- exige poderes estatales con la fuerza necesaria para dirigir hacia ese fin a los estados-miembro y esto implica que mantengan una personalidad política propia y, en consecuencia, un muy limitado poder político del gobierno europeo. De ahí, por ejemplo, el alarmante papel desempeñado hasta la fecha por la Unión, condicionada por los intereses particulares y las relaciones comerciales de las potencias que la componen, en especial de Francia, en la crisis que sacude al mundo árabe, pero ya antes en otras como las de Haití, Sudán... hasta el punto de forzar a la representante de Política Exterior, Catherine Ashton, a un forzado y vergonzante equilibrio. Europa, pese a haber desarrollado un sistema jurídico y político propio y único en el mundo, aún funciona con las prioridades de aquella Comisión Económica Europea surgida de los Tratados de Roma de 1957, del mercado común, en lugar de con aquellas otras que, tras la guerra mundial, pensaron Schumann, De Gasperi y Adenauer.