EL resultado de las elecciones celebradas en Catalunya el pasado domingo ha operado, a lo largo de la semana, como una especie de espejo en el que todos nos hemos mirado para ponderar nuestra propia situación y expectativas a la luz de lo ocurrido allí. Quien más quien menos, todo el mundo ha tendido a arrimar el ascua a su sardina, forzando la interpretación de los datos con el fin de adaptar el resultado a su propio interés. Es normal. Siempre ocurre así. Pero me han llamado la atención, de manera especial, las lecturas que han optado por proyectar automáticamente al escenario electoral español, las cifras y porcentajes que han arrojado las urnas del Principado, con el propósito de sugerir que el éxito obtenido por CiU en Catalunya, se le puede adjudicar al PP fuera de su territorio. Personalmente, creo que semejante extrapolación constituye un disparate que desprecia, sin justificación, factores específicos, muy importantes, que sirven para explicar lo sucedido en Catalunya, pero que no valen para ser aplicados al conjunto español.

A mi entender, las urnas catalanas lanzaron, básicamente, un doble mensaje. Por una parte, otorgaron un triunfo nítido e inapelable a CiU que, tras dos interminables mandatos centrado en hacer oposición, lograba hacerse con 62 de los 135 escaños que integran el hemiciclo, aproximándose a la mayoría absoluta, que se sitúa en 68. Por otra, certificaron el desplome del tripartito que ha gobernado la comunidad durante las dos últimas legislaturas, cuyos componentes, bajaron, todos, en porcentaje electoral y en número de escaños, en algún caso hasta extremos francamente preocupantes. Pues bien, ni lo uno ni lo otro, ni el fulgurante éxito de CiU ni el estrepitoso fracaso del tripartito, puede ser, a mi juicio, linealmente extrapolado a España. Veámoslo.

En el triunfo de CiU ha pesado, en primer lugar, el acierto con el que la federación nacionalista ha conseguido encauzar el amargo descontento existente entre los catalanes por la traumática experiencia del nuevo Estatut, notablemente agudizada tras la sentencia dictada el pasado verano por el Tribunal Constitucional. El resultado del domingo no se puede comprender si no se tiene en cuenta que son muchos los catalanes que piensan -acertada o equivocadamente, pero esa es otra cuestión- que la endiablada situación política generada en su país tras el pronunciamiento del alto tribunal solo puede ser afrontada con garantías por una CiU que, con arreglo a su más genuina tradición, sabrá conciliar la ambición con el pragmatismo, sin romper las costuras de la coherencia. Cualquier alternativa a la de los convergentes, pecaría, a su juicio, o de ilusa o de claudicante; en cualquier caso, malo. Para todos ellos, CiU ha representado en estas elecciones, si no una garantía plena, sí, al menos, la única opción de la que cabía esperar algo.

Junto a ello, creo también que la victoria cosechada por CiU se ha debido, en buena parte, a la atracción suscitada por su candidato, Artur Mas, al que la travesía del desierto de los últimos ocho años le ha ayudado a forjarse como un líder sólido y reconocido, con una visión clara y ambiciosa de lo que quiere para Catalunya. Un amigo de ERC me confesaba esta semana que, cuando descabalgaron a CiU de la Generalitat, a finales de 2004, llegaron a convencerse de que, una vez desalojado de las instituciones, la disolución de la federación nacionalista era una mera cuestión de tiempo; ni su organización, ni su principal líder -pensaron- estaban en condiciones de sobrevivir al margen del pesebre gubernamental. Pero es obvio que se equivocaron. No solo no han logrado liquidar a CiU, sino que han contribuido, de hecho, a que su interpretación del hecho nacional catalán sea la que más adhesiones suscita hoy en día entre los ciudadanos de Catalunya. El catalanismo prevalente y socialmente hegemónico en estos momentos es, sin duda alguna, el que representa CiU. Y la persona que más sólidamente encarna esa visión es Artur Mas.

¿Alguien cree, de verdad, que alguno de estos dos factores -decisivos, a mi juicio para explicar la victoria de CiU- concurren en el PP y en la persona de Mariano Rajoy? Tiendo a pensar que no, aunque estaría dispuesto a escuchar las razones que eventualmente pudiesen aportar quienes defendiesen lo contrario.

Junto al triunfo de CiU, la jornada electoral marcó, también, la debacle del tripartito. Pero tampoco en este punto creo que lo sucedido en Catalunya sea extrapolable a España. Es un error defender que el desplome del tripartito permita augurar un hundimiento paralelo y equivalente del PSOE a nivel español. No niego que la negativa imagen últimamente acompaña al PSOE y a Zapatero haya podido lastrar la candidatura de Montilla. Sería absurdo hacerlo. Es evidente que los socialistas están en horas bajas y que el declinar de su estrella se hará notar en todas partes: en Madrid, en Andalucía, en Catalunya y hasta en Euskadi, por mucho que Patxi López quiera hacerse el despistado mirando hacia otro lado. Pero aunque el efecto Zapatero pudiera explicar, si quiera en parte, el retroceso experimentado por el PSC, es obvio que no sirve para aclarar por qué han perdido, también, votos, porcentajes y escaños, los dos socios de Montilla en la Generalitat, ERC e ICV, que llevan ya más de dos años marcando distancias en el Congreso de los Diputados con respecto a la política económica de Zapatero. Particularmente ERC ha venido ejerciendo una oposición firme y tenaz en las Cortes Generales, pero ello no ha sido óbice para que los votantes catalanes le hayan propinado un durísimo varapalo que le ha hecho perder más de la mitad de los escaños que tenía en el Parlament.

Lo que late tras el la catástrofe electoral sufrida por el tripartito -que, con diferencias y matices, ha sido el de todos y cada uno de los partidos que lo integraban- es, en mi opinión, el fracaso de una fórmula de Gobierno. Conviene recordar a este respecto que el tripartito aglutinó a tres formaciones políticas con el único designio de evitar que el candidato que había ganado las elecciones pudiese hacerse con las riendas de la Generalitat. La experiencia demuestra que, antes o después, este tipo de experimentos fracasan, poniendo descarnadamente al descubierto todas las incoherencias, ineficiencias y disfunciones con las que han lastrado la actuación de los poderes públicos. Y esto es, ni más ni menos, lo que ha ocurrido en Catalunya. Que al cabo de los años, el ciudadano catalán ha descubierto que el sugestivo cambio que se les vendió en 2004 para justificar la exclusión de CiU y mejorar su futuro, ha supuesto, en realidad, un freno para el desarrollo de la comunidad y un paso atrás en todos los ámbitos de la vida individual y colectiva.

En Euskadi, esta enseñanza tiene una aplicación clarísima. Con la agravante de que, en Catalunya, el tripartito ofrecía una coherencia ideológica innegable -las tres formaciones que lo integraban se situaban en el ámbito de la izquierda política- mientras que en Euskadi, el único denominador común que cabe identificar entre las formaciones que dan soporte el Gobierno vasco es que ambas sienten como suya la "Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles".