VAYA por delante que lo que sigue es la reflexión de un profano ante la evolución de los acontecimientos económicos y no un análisis de los mismos dotado del rigor de lo científico. Pero vaya también que, no habiendo hallado aún en este último campo quien rebata y desactive los puntos más preocupantes de esta interpretación -y bien que desearía recibir un haz de luz que los desactive y de paso nos tranquilice a todos-, me muevo entre el temor y la indignación, como sin duda cualquier lector podrá entresacar de estas líneas

El 13 de septiembre de 2009, cuando se cumplía el primer aniversario de la quiebra de Lehmann Brothers, Barack Obama cumplía apenas medio año de mandato en la presidencia de Estados Unidos y realizaba un discurso en el corazón de Wall Street. Eran días en los que la crisis había trascendido ya las fronteras de su país y las del sector financiero convirtiéndose en global. Días en los que se acuñaban argumentos sobre la refundación del capitalismo y los líderes políticos de medio mundo sostenían su compromiso con la estabilidad económica y una profunda reforma legal que hiciera imposible en el futuro una estafa global de la dimensión que habíamos experimentado a través de productos bancarios sobrevalorados, tóxicos o directamente calificables de fraudulentos. De la intervención de Obama aquel día, me quedo con una frase que resume el sentir global. "Escuchen mis palabras -dijo ante los principales responsables financieros del país, además de congresistas y lobistas del mercado-: No vamos a volver a los días de un comportamiento temerario y de excesos sin ningún tipo de control que desencadenaron esta crisis, donde muchos sólo se sintieron motivados por el apetito de transacciones rápidas y pagas extraordinarias hinchadas".

Hace más de un año de esto y empieza a estar claro quién está ganando ese pulso. Las medidas de control del sistema financiero y los límites a la autorregulación del mercado han chocado en su mayoría con la incapacidad de obtener mayorías suficientes para su aprobación; el sistema sanitario universal estadounidense sencillamente no va a nacer y el mismo flujo de dinero que acudía a raudales a financiar su campaña electoral en 2008, en pleno pánico por el evidente colapso de la economía, cambió su curso en las últimas elecciones legislativas en dirección a los candidatos más ultraliberales en su concepción de la economía y más conservadores en su postura respecto de los derechos sociales. Wall Street le ha pasado factura a Obama del mismo modo en que el sistema financiero nos la pasa al conjunto de la sociedad: retirándole el crédito.

En este tiempo, Europa ha movido ficha. Contra quienes reprochan a los líderes políticos del continente y a las instituciones económicas internacionales que no han tomado ninguna iniciativa, creo que sí lo han hecho. No improvisando, sino aplicando una metódica línea de acción que nos ha llevado al punto en el que estamos. Y éste no es otro que el de haber asumido que el futuro del Estado social y el del sistema financiero se juega en un modelo de suma cero. La sostenibilidad del primero es el principal enemigo de la tranquilidad del segundo. Hoy se plantea abiertamente que las sociedades europeas acumulamos excesivos servicios sociales, que no son sostenibles y que debemos renunciar a ellos: pensiones, coberturas de desempleo, sanidad, transporte, educación, etc. Todo cuesta demasiado dinero y la balanza fiscal no puede soportarlo porque no es tiempo de atornillar con más impuestos. El modelo de bienestar no cabe en el capitalismo refundado. Éste precisa de cuentas públicas saneadas y menores costes laborales. Características que, para ser principios de un nuevo capitalismo, son más viejos que él.

La quiebra del sistema financiero internacional derivó de un fraude: se generalizó la sobrevaloración de activos que no eran más que humo. Se les dio un precio a base de convertir un mecanismo de garantía (la prima de riesgo) en una línea de negocio. A más prima, más margen; cuanto más peligrosos de materializar esos activos, más interés aplicable en torno a su valoración. Si la porquería se reparte en trozos suficientemente pequeños no produce sabor en los pasteles. Pero los pasteles, sin sabor ni aroma, estaban enmerdados igualmente y llegó el día en que no había en todo el mundo suficientes cobradores del frac para asegurar el cobro de un dinero que, sencillamente, no existía. El globo hizo pum.

Los principales bancos del mundo pidieron que se salvara el sistema y tenían razón en pedirlo porque fue cuestión de semanas que la crisis financiera detuviese el flujo de crédito. Sin crédito no hay inversión; sin inversión no hay producción; sin producción no hay empleo; sin empleo no hay consumo y, groso modo, ya está el círculo diabólico cerrado y la crisis ya es global. Billones de euros y dólares se arrojaron al mar de esa crisis para sacar a flote al sistema financiero. Billones de dinero público aportado por los contribuyentes cuyos derechos y obligaciones se recogen en el contrato social que da lugar a las estructuras estatales como garantes de los mismos.

Y aquí ya empieza a ser hora de decir que el desequilibrio de las cuentas públicas que hoy cuestiona la viabilidad de los derechos sociales que han sido seña de identidad del modelo social europeo del bienestar no lo ha provocado el coste de esos servicios ni el de las pensiones ni la rigidez del mercado laboral. Lo ha causado la necesidad de salvar a la banca de una praxis delincuente. El sector financiero ha traicionado su papel en el contrato social del capitalismo refundado utilizando el dinero público como antes utilizó el riesgo: para sumar negocio. Y hoy ese negocio se hace mejor especulando contra la deuda pública de determinados países que cumpliendo la obligación de facilitar la actividad productiva mediante el crédito. La respuesta a este acoso especulativo es poner más dinero público porque el déficit ha crecido para compensar los fondos dedicados a reflotar a la banca. Y el desequilibrio fiscal no es sostenible y debe compensarse reduciendo gasto o subiendo impuestos. Al final, toda esa sucesión de medias verdades acaba construyendo una gran mentira: la de que sólo el fin del estado social y la renuncia a la calidad del modelo de bienestar puede sacarnos de la crisis. Por supuesto, toda esta reflexión sólo es una sucesión de tonterías puestas en cierto orden desde la ignorancia por un profano. Porque supongo que tanto experto que nos lleva por este camino de modo sin duda altruista no puede estar equivocado. Sí, asumida mi ignorancia, también me permito la ironía. No tengo solución.