LA presencia de las viudas de dos er-tzainas asesinados por ETA, Montxo Doral y Joseba Goikoetxea, de dos víctimas de ETA, Rosa Rodero y Cristina Sagarzazu, en el homenaje del pasado sábado a dos asesinados por la ultraderecha española ligada a los aparatos del Estado, Santi Brouard y Josu Muguruza, acompañando a los hijos de éstos, también víctimas de la violencia política, debe servir como ejemplo para superar las barreras que se han levantado durante décadas en la sociedad vasca. Se trata, quizás, de un primer gesto indispensable en el paulatino reconocimiento mutuo del sufrimiento hasta llegar a un nuevo estadio que no priorice un dolor sobre otro y no haga distingos entre víctimas en virtud sólo del origen de la violencia que las ha provocado. Pero es, además, un gesto que debe tener también su reflejo institucional y legislativo, porque corresponde a las instituciones y a las leyes que emanan de estas, a la igualdad ante la ley, considerar que la violencia, aun con origen ideológico e intereses enfrentados, sólo es una y, por tanto, las consecuencias de la misma deben afrontarse de modo idéntico, sin permitir que las injerencias políticas discriminen a sus víctimas. Siempre. Pero especialmente cuando es la propia sociedad la que exige el final definitivo de todas las violencias y el inicio del largo y difícil viaje de la reconciliación. Es lo que viene a apuntar el jesuita Jon Sobrino al hablar de otras formas de violencia y de otras víctimas, las de la pobreza, cuando afirma que "si uno empieza con uno mismo, sigue con uno mismo y termina con uno mismo, no hay solución. Si uno hace un pequeño esfuerzo por salir de uno mismo y fijarse en otros, quizá nos humanicemos un poco". No es cuestión de relativizar el dolor propio, tan personal e íntimo, mucho menos de relativizar la violencia, siempre execrable, sino de ponderar hasta qué punto ese dolor es compartido por otros, es similar o comparable al de otros, y de constatar que la violencia es tan inútil, ha sido tan desgraciada, para otros como para uno. Pero ese complejo y sin duda sacrificado proceso personal no puede ser siempre espontáneo, como en el caso de Sagarzazu y Rodero, sino que precisa del acompañamiento de los poderes públicos, quienes deben guiar la reflexión y el ejercicio comprensivo con una actitud incluyente. Aunque para ello deban apartar a su vez presiones y cálculos ideológicos y políticos que en realidad son ajenos a los intereses de la sociedad y de las propias víctimas muchas veces. Porque, como dice también Sobrino, "el desahogo no humaniza, lo que humaniza es cargar sobre nuestras espaldas el peso de las víctimas". Nos corresponde hacerlo a todos. Y cargar con ese peso, especialmente desde la responsabilidad institucional, requiere evitar visiones parciales que, por acción u omisión, diferencien entre violencias y, por tanto, entre víctimas.
- Multimedia
- Servicios
- Participación
