EL pasado día 17 de noviembre, en su primera comparecencia ante el Parlamento, la directora de Derechos Humanos del Gobierno vasco hacía balance de su gestión en términos de revulsivo y giro de 180 grados en las políticas públicas en esta materia asegurando que el "cambio" era necesario ante una sociedad -la vasca- en su opinión "anestesiada" e "indiferente" durante tantos años ante los efectos perniciosos del terrorismo de ETA. Su intervención se centró en reivindicar el "nuevo lenguaje" de la convivencia democrática y la deslegitimación del terrorismo, muy especialmente en lo que está siendo su núcleo de actuación (sus frutos, al parecer, de un año largo de trabajo): esto es, la educación para la paz.

Sorprende llamativamente, en primer lugar, las formas, el tono, como si el Gobierno y su Dirección de Derechos Humanos, no fueran nuestros servidores públicos, pagados con nuestros impuestos y con un mandato democrático que les conmina y responsabiliza, en primer lugar a ellos, a hacer frente a los problemas sociales. No parece ser una práctica procedente ni eficaz para un alto cargo emitir juicios globales y absolutos sobre la sociedad, a la que se debe, nada menos que acusándola veladamente de debilidad moral, de insensibilidad e indiferencia hacia los Derechos Humanos. Ello además tiene un efecto directo de acusación contra el trabajo desarrollado por la anterior Dirección de Derechos Humanos por lo que, sin ánimo alguno de polemizar, nos vemos obligados a salir al paso por aquello de que no podemos callar porque no otorgamos.

El trabajo en materia de derechos humanos debe ser especial, máxime en un país como el nuestro en que sus violaciones están a flor de piel. Estas han sido tantas veces motivo de discordia, división y enfrentamiento y han sido tantas veces usadas -abusadas- como munición partidista que se impone imperativamente la prudencia y la búsqueda de alianzas y complicidades antes que el reproche de grueso calado.

Pero el problema no es sólo de formas. Centrarse en el terrorismo y centrar el discurso y la acción única y exclusivamente en ese tipo de violencia contraviene, radicalmente, los mandatos del derecho internacional de los Derechos Humanos que, debe recordarse, también es ordenamiento interno y obliga a los poderes públicos del Estado Español (art. 10.2 CE). La tan llevada y traída "equidistancia" alberga un enorme fraude y una impugnación directa de un principio esencial sin el que los derechos humanos, su defensa y sus políticas pierden su necesario carácter prepolítico: la indivisibilidad. Indivisibilidad es "a cada uno lo suyo". Indivisibilidad es principio de igualdad y no discriminación arbitraria. Indivisibilidad es garantía de que a igual vulneración iguales derechos. Y ello, ya en el resbaladizo terreno de las víctimas, lleva a una altura de miras en el tratamiento, la reparación y la justicia para con todas las víctimas. Y que se entienda bien: no se trata de negar a cada víctima todo lo que se merece, sino de evitar competencias estériles de sufrimientos, comparaciones imposibles y, sobre todo, evitar dejar a nadie en la cuneta o ahondar aún más sus heridas con jerarquías humillantes.

Y esa indivisibilidad era la base y el punto de partida del Plan de Paz y Convivencia en la anterior legislatura. Como indican las instancias internacionales se puso negro sobre blanco un plan de intervención en derechos humanos. Plan de Derechos Humanos que se diseño, ejecutó y contrastó con la propia Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas. De ese plan salieron todas la intervenciones: el Plan Vasco de Educación para los Derechos Humanos, o las acciones preventivas y de denuncia en materia de tortura, legislación antiterrorista, política penitenciaria, memoria histórica, derechos de los inmigrantes, violencia de género y un largo etcétera. Intervenciones todas que constituían el contenido en bloque de las iniciativas que desde el anterior gobierno -con la implicación y complicidad de la sociedad y las organizaciones civiles- daba cauce a un trabajo de base, continuado y eficaz que se venía desarrollando intensamente en nuestro país a veces al margen y siempre por encima del ruido político. Y todo según el principio de indivisibilidad de los derechos humanos, trabajando con ahínco y seriedad cada sector de transgresiones porque si elegimos, si nos empeñamos en jerarquizar con el afán de atender unas heridas y no otras, el fraude introduce a la política sectaria -como caballo de Troya- en el corazón de esta actuación pública desnaturalizándola, envenenándola y convirtiéndola en lo contrario de su máxima aspiración: semilla de enfrentamiento y agravio y no vía civilizada de pacificación y reconciliación.

No es justo para las hombres y mujeres de las ONGs vascas, para la sociedad civil que tantas veces se moviliza y las apoya, para tantos cuadros técnicos de ayuntamientos, diputaciones, gobierno, para el Ararteko y su equipo de colaboradores o para las escuelas y sus profesores? no es justo querer parar el reloj de la historia, hacer tabla rasa y afirmar: ahora empezamos. Por fin venimos a rehabilitar la fibra moral.

La reconstrucción del tejido social y las bases para la paz y la reconciliación exigen humildad y tender puentes. Dejemos a un lado el lenguaje de guerra. Cuidemos la comunicación en esta materia y tratemos de identificar qué se aporta en cada momento con la conciencia de que será estéril aquello que no cuente con el consenso social mayoritario. No es tiempo de discursos inquisidores, ni de acusaciones infundadas. Tampoco es tiempo de palabras vacías. Allí donde se perciba que el trabajo respeta a los demás y reconoce su parte de verdad será legítimo y bien recibido el esfuerzo que cada uno haga. La anestesia no ha sido una metáfora acertada pero todavía hay tiempo para corregir rumbos -de sabios es rectificar- y, de ser así, no cabe duda que nos podremos encontrar en el camino.