E STÁ uno gozando de sus vacaciones -si es que la lacra del paro, los contratos temporales y la economía sumergida se lo permiten- y piensa que no se van a acabar nunca. Que ese tiempo de relax y goce no tiene fecha de caducidad. Que los madrugones con el sonido del despertador son cosa del pasado. Que la rutina de los viajes al trabajo -en un transporte urbano saturado, sufriendo un atasco tras otro si la única opción que queda es el desplazamiento en coche particular o en un paseo saludable, siempre y cuando la lluvia no lo agüe- habían quedado en el olvido. Nada más lejos de la cruda realidad. Llega un día que vuelve a sonar el despertador a horas intempestivas, que el olor a humanidad de nuestros vecinos de viaje, las retenciones y los chaparrones imprevistos nos amargan las primeras horas del día. Y vuelve uno a su puesto de trabajo, si lo tiene asegurado, y se le caen las cuatro paredes sobre su cabeza cuando ve que tiene once meses por delante de dura tarea. Que nada ha cambiado. Que las vacaciones caen en el olvido según cruzamos el umbral de la oficina o el taller y fichamos en el reloj que computa nuestro esfuerzo diario. Y esperamos con ansiedad que llegue el fin de semana, los que lo gozan con descanso, para desconectar. Para volver a sentirnos dueños de nuestro tiempo y de nuestro destino. Para pensar en el pasado y el futuro, dejando a un lado un presente menos halagüeño de lo que habíamos imaginado. Sólo nos acordamos de lo bueno. Es lo malo de tener memoria frágil. ¿O quizás sea lo bueno para seguir sobreviviendo?