QUISO conocer por mí al Maestro Eckhart, acepté su invitación. Y ya llegado al hall de la ostentosa mansión, topé con un elegante anfitrión, quien, con bandeja de ostras como escudo, me espetó sus miedos: que la cosa está muy mal, que lo de las autonomías es una ruina, que muchos parados son unos vagos a los que pagamos por no trabajar y que ya está bien eso de que a los inmigrantes les salgan gratis los tratamientos contra el cáncer. Los invitados asentían.
Nos hemos instalado en una clase media arrogante, falsa, cuya opulenta mediocridad pone a prueba no sólo la razón sino el flujo de los jugos gástricos. No probé una sola ostra. Viejos progres de alta renta blindada osan hoy reformar a los pensionistas, parados, ancianos y dependientes, pero sin reformar por su parte su codicia y su conciencia. Gentes que no reforman más mercado que el laboral, vividores que declaran que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, que les parecerá bien que a las abuelas les cobren por ir al médico, que lo de la artrosis en la tercera edad en un cuento chino, que nos cuesta un riñón, que nos comemos la nación. Inflexibles flexibilizadores, que ven el capitalismo tan inamovible como el sistema solar.
Mientras trataba yo sin éxito abordar el neoliberal solomillo, recordaba una olvidada premisa marxiana: la infraestructura económica determina la mental. Es el tiempo del miedo global que atenaza las conciencias de los mutilados de paz. Pero ha pasado la hora de innovar; hora es de cambiar la mente, de reformar y transformar la Banca, el Mercado, la Empresa con sus empresarios y asesores. Es hora de gritar.
El anfitrión, constatando mi ya probada insolvencia gastronómica, me recordó lo del texto de Eckhart, mas juzgué conveniente leerle la Falsa Conciencia, de Marx. Se le indigestó. Como a mí su solomillo. Se fue a jugar al golf. Yo, a por bicarbonato.