IMAGINEMOS que se llamaba Miren. Estaba en la cuarta década de la vida. Cuando acudía a la consulta siempre se mostraba muy habladora e irradiando una contagiosa alegría, símbolo inequívoco del mundo feliz en el que vivía. Lo que más sorprendía de ella era su increíble memoria y su habilidad para realizar cálculos cronológicos. Era capaz de llamar por su nombre a todas las personas que acudían al pequeño negocio familiar y conociendo su fecha de nacimiento deducía el día de la semana en que nacieron y el de su próximo cumpleaños. Maravillaba tanto por la rapidez con la que lo efectuaba como por lo sencillo que parecía para ella.
Estaba afectada por un síndrome de Down con casi todas las alteraciones que acompañan a este padecimiento. Los rasgos faciales, acentuados por unas gruesas gafas que corregían su miopía, la talla baja y unas leves deformidades esqueléticas configuraban su característico aspecto físico. Durante sus primeros años de vida había precisado cirugía por problemas intestinales. El grado de discapacidad intelectual de las personas afectadas es muy variable, pudiendo ir desde leve a muy importante. Valorarlo en Miren no era fácil. Probablemente no hubiera sido capaz de vivir autónomamente, pero cuando ella nació no se ofrecían acciones educativas y elementos facilitadores de su integración que fomentaran el desarrollo de todo su potencial. Pero lo verdaderamente grave era su cardiopatía. No había precisado cirugía, pero dependía de la toma de medicamentos para no fatigarse al realizar esfuerzos. Miren se desenvolvía con soltura en su pequeño mundo rural hasta que un día su corazón no pudo resistir una emoción y falleció súbitamente. No consiguió llegar a los 50 años, edad en la que se sitúa actualmente la esperanza de vida de estas personas.
Los cambios sociales, económicos y culturales producidos en los países occidentales desde finales del siglo XX están implicando que la maternidad se postergue. Hoy uno de cada cuatro nacimientos tiene lugar en mayores de 35 años. Forzar de esta manera a la naturaleza, además de conllevar mayores dificultades para conseguir y llevar a término el embarazo, supone más probabilidades de que se produzcan alteraciones cromosómicas. En nuestra Comunidad uno de cada 800 nacimientos padece el síndrome. Se trata de una anomalía incurable, en la que el cromosoma 21 aparece en tres ocasiones en lugar de dos, de ahí su nombre técnico: trisomía 21. Aunque un embarazo con esta trisomía puede darse a cualquier edad, el factor determinante con mayor peso es la edad elevada de la madre. Por encima de los 35 años, las posibilidades de embarazos con esta alteración cromosómica crecen de forma exponencial.
Hasta ahora, a las gestantes mayores de esa edad, Osakidetza les ofrecía la posibilidad de realizar una amniocentesis para determinar el cariotipo del feto. Con este método se conocía, de manera fidedigna, si el feto padecía o no alteraciones en su constitución cromosómica. Para el resto de las embarazadas, la Sanidad pública no realizaba el estudio. Este proceder acarreaba la paradoja de que, al no realizarse en ellas la prueba, aumentaban proporcionalmente los casos de trisomía 21 en mujeres jóvenes. Además, la amniocentesis no está exenta de riesgo y en uno de cada cien casos se producía la pérdida fetal, tuviera o no alteración cromosómica.
En sintonía con otros sistemas sanitarios y con el objeto de aumentar el número de casos detectados y limitar esas pérdidas fetales, Osakidetza puso en marcha hace dos años un programa piloto de detección prenatal, de ésta y otras cromosomopatías, que este mes ha llegado a su fase de desarrollo. A todas las mujeres en el primer trimestre del embarazo, se les ofrecerá la posibilidad de participar en el programa en el que, mediante la integración estadística de los resultados de una prueba que combina análisis de sangre, ecografía y otros datos como la edad de la madre, se podrá establecer el riesgo de que su feto presente una cromosomopatía. Sólo servirá como tamiz, clasificará los embarazos en alto y bajo riesgo de presentar alteraciones de los cromosomas. Cuando el resultado muestre que el riesgo es alto, será posible confirmar o descartar su existencia mediante la realización de una amniocentesis. Si esta prueba corrobora la alteración cromosómica se podrá optar por la continuidad del embarazo o la interrupción de la gestación de acuerdo con el supuesto de grave malformación previsto en la nueva ley del aborto. Hasta ahora, prácticamente la totalidad de las mujeres cuyo feto presentaba trisomía 21 interrumpían su embarazo.
La gestación, la maternidad y, en general, la salud de la mujer son uno de los ámbitos más influidos por una creciente medicalización. Un proceso por el que situaciones naturales, que no son estrictamente médicas, son redefinidas como fenómenos médicos para los que se proveen soluciones basadas en el conocimiento de la medicina científica. Ya existen evidencias que demuestran que durante el embarazo se realizan demasiadas pruebas y maniobras que acaban por no aportar beneficios significativos para la gestante y el feto. Esta medicalización puede ser la razón explicativa de la aparente mayor presencia de argumentos científico-técnicos frente a las referencias a cuestiones de carácter informativo y ético que se han dado a conocer con el anuncio de la puesta en marcha del programa.
La información sobre los objetivos del programa debe ser accesible, comprensible y transmitida precozmente para propiciar la reflexión y la toma de decisiones. Conocer el significado de los resultados, su porcentaje de falsos positivos y negativos, los riesgos inherentes a la amniocentesis, los problemas de salud y las deficiencias intelectuales ligadas a trisomía 21, las ayudas sociales de las que se podrían beneficiar, los recursos de apoyo a la mujer en caso que decida no continuar con la gestación, entre otros, influirán de forma determinante en la decisión de la embarazada.
En medicina la habilidad para diagnosticar avanza mucho más rápidamente que la de curar, somos capaces de definir el origen genético de muchas enfermedades para las que no disponemos de tratamientos. Esta rápida evolución limita la capacidad que la sociedad tiene para comprender el alcance definitivo de unos hallazgos que, aplicados, tendrán un importante impacto en nuestra forma de vida y en la definición social de las generaciones venideras. Los postulados que se apoyan en una filosofía de reducción de riesgos y de promoción de la salud se enfrentan a otros que descansan en argumentos basados en la dignidad, la concepción de normalidad, el valor de la vida o las aportaciones sociales de las personas con discapacidad intelectual.
Nada que objetar a que la decisión individual, libre e informada de la gestante o de la pareja a realizar estas pruebas y a que opte por no continuar con un embarazo en el que el feto padece graves anomalías. El deseo de una descendencia perfecta -o al menos de bebes saludables-, de evitar sufrimientos y de mantener el control sobre la propia vida son comprensibles y justificables. Es una decisión privada que no debe someterse a presión externa. Pero la instauración de un programa de despistaje poblacional debería ir acompañada de mayor información y de un debate social sobre sus pros y contras en el que se incluyan la reflexión ética, las cuestiones morales y las evidencias científicas disponibles. A pesar de que la trisomía 21 no se cura, la terapéutica ha avanzado tanto que su esperanza de vida ha aumentado hasta el punto de que en poco tiempo será habitual que sobrevivan a sus progenitores y disfruten de una calidad de vida inimaginable hace unas décadas. Por respeto a las personas con trisomía 21 y a sus familias debería quedar claro que el fin último del despitaje poblacional, en un padecimiento que produce un grado de discapacidad tan heterogéneo, no es la erradicación eugénica de la trisomía.
* Médico