CAMBIAR forma parte de un sabio proceso de maduración. Todo el mundo necesita renovarse, porque está en la naturaleza humana la capacidad de mejorar y, por tanto, de modificar nuestras acciones y prioridades. Sin embargo, hay cosas que no deberían variar nunca: la prevalencia de la verdad, el resplandor de la belleza, el sentido de la justicia, la vivencia del amor, el disfrute de la libertad, el afán de conocimiento, el impulso de transcender, creer en la grandeza… ¿Y cómo saber qué cosas se deben reformar y cuáles conservar? No hay recetas para afrontar este reto; pero sugiero tener en cuenta la propuesta del gran psicólogo Alfred Adler: "Las ideas nuevas van siempre más allá de la experiencia inmediata". Cuidado, pues, con los vientos de la impaciencia y las brisas fugaces de las modas, todo eso que se deriva de la ansiedad de la utopía. Amigo mío, no hay un mundo perfecto.
Aplicado a nuestra realidad sociopolítica, el cambio aparece casi siempre como una palabra cautivadora, como un eslogan. Ocurre como en la publicidad. ¿Saben cuál es la palabra más utilizada en los anuncios? Nuevo o nueva. La novedad es sugestiva, porque trae consigo una supuesta promesa regenerativa y llena de vana ilusión muchas vidas vacías. Hay muy pocas novedades reales en la acción política y la apelación al cambio suele ser un pobre recurso partidista. Si hay que pedir un cambio de verdad en la vida política habría que reformarlo todo. Y precisamente en esta tarea los menos cualificados para operar en la renovación son los tránsfugas, los mutantes, esa clase de sujetos que ya en edad madura han pasado de defender unas ideas a atacarlas sin piedad y, además, imparten lecciones de moral democrática desde las tribunas y los medios. No me fío del discurso de la incoherencia y el cinismo.
No hablo de jóvenes que mutaron del ideal revolucionario a la democracia, o de adolescentes impetuosos y violentos a quienes los años y la razón hicieron variar de rumbo. Me refiero a personas como Ramón Tamames, dirigente comunista español hace sólo dos décadas, a quien hoy podemos ver en televisión fustigando desde posiciones conservadoras las actuaciones gubernamentales y los afanes del nacionalismo vasco o catalán. Y al igual que a este viejo profesor, podemos contemplar en los debates de Telemadrid e Intereconomía TV a Cristina Alberdi, ministra de Felipe González y hoy afincada en el PP. Y también a Joaquín Leguina, que fue dirigente socialista, cuyo afán de protagonismo le lleva a desdecirse de tantas cosas de antaño. ¿Por qué los medios son tan proclives a dar altavoz a los mutantes? Cambiar así no es un mérito.
Hay un hecho muy significativo en la degeneración de los mutantes políticos. Y es su perverso juego con la memoria. Siendo la incoherencia y el oportunismo dos de los defectos que más repudia la gente de los políticos, lo que desean quienes han cambiado de bandera es que no se recuerde lo que hicieron y dijeron tiempo atrás, que la memoria prescriba, que no exista el pasado y se instaure el olvido. Nada descompone más a un mutante que el recuerdo de sus antiguas andanzas y pasados discursos. Para defender la congruencia política -tan necesaria- sería preciso crear un fondo de memoria colectiva, un registro biográfico en el que se pudieran consultar las transformaciones de los líderes políticos y observar sus fraudes y renuncios. Tener memoria sirve por lo menos para no dejarse embaucar.
¿Quién entre los mutantes ha hablado más y pontifica a diario sobre el cambio político? ¿Quién es el profeta del cambio en Euskadi? Sí, Joseba Arregi, quien fuera dirigente nacionalista, consejero de Cultura, portavoz del Gobierno vasco y ostentara tantos otros cargos y privilegios, derivados todos de su condición de miembro del PNV. Y ahí lo tienen convertido en mamporrero del Estado y pertinaz agresor del nacionalismo vasco. ¡Qué papelón el suyo, qué patético viraje! Arregi está convencido de que los periódicos, televisiones y radios españolas y de Euskadi se le abren y canalizan su opinión por su talla intelectual y su saber enciclopédico, cuando en realidad le dan voz y salario porque arremete contra el PNV y nada más que por eso. Todo lo que hizo y dijo como militante nacionalista Arregi no puede olvidarse porque es justo lo contrario de lo actual. ¿Y cuál es el auténtico Arregi, el de antes o el de ahora? No estoy seguro, dado el narcisismo del personaje, que no haya próximamente una nueva versión de Arregi. Para un cambio de chaqueta basta un poco de cinismo, "la incoherencia justificada", en acertada definición de otro gran psiquiatra, Enrique Rojas.
La degeneración moral de los tránsfugas les lleva a creer que ellos mantienen las esencias ideológicas y que son los demás quienes las han traicionado. Llegan a creerse sus propias mentiras. Como otro de nuestros mutantes, Emilio Guevara, ex diputado general de Araba y dirigente nacionalista en este Territorio, a quien le fueron entregadas infinitas prerrogativas por el partido que ahora combate sin piedad, hasta el punto de manifestar cosas como éstas, por las que cabría acudir, si éste fuera un Estado justo, a instancias penales: "Donde sí ha sido eficaz el nacionalismo es a la hora de fracturar la sociedad y de generar violencia". (El País, 21-02-2010). ¿Tendría Guevara voz en los medios si no fuera por su febril dedicación antinacionalista?
Pero mi tránsfuga favorita ahora es Rosa Díez, antigua socialista y actual líder de UPyD, el más unionista de los partidos estatales. Según los sondeos, Rosa Díez es, entre los políticos, la preferida de los españoles. Casi nada. ¿Y por qué? Por su objetivo de sintetizar hoy el ideal falangista de una España sin izquierdas ni derechas, un Estado que transfigure en nuestro tiempo aquella vieja teoría de un tal Fernández de la Mora, ministro de Franco, que llegó a predecir el crepúsculo de las ideologías y el advenimiento de un sistema tecnocrático o poder de los expertos que nos liberaría para siempre del combate natural de las ideas. La ex consejera vasca aboga por la utopía postideológica como respuesta al desencanto del sistema y el fracaso moral de la clase política. Y pretende todo esto como si ella no hubiera participado durante décadas en el gran fiasco.
Todos los que cambian de ideas deberían pasar por una prueba ética, a fin de determinar si la mutación se realiza por cálculo o por convicción. Porque todo depende del beneficio obtenido. "Si cambiar de ideas resulta fácil y está subvencionado, y quien muda de criterio recibe fortuna y halagos, entonces es que el cambio es más bien una inversión en el más financiero sentido de la palabra". Escribí esto en DEIA hace unos años. Y añado ahora: Los cambios son deseos colectivos y no ilusiones fingidas de unos pocos. Lo demás, como la aventura de López en Euskadi, es un vulgar de chaqueta.